El olvido y el pasado, en particular el pasado remoto, suelen ir a menudo de la mano, y tan nebulosa alianza suscita atrevidas hipótesis sobre nuestra civilización. Borges, si bien no escribió una historia de la especulación, aseveró con ironía que las religiones eran una rama de la literatura fantástica. Pero lo mismo, creo yo, pudo haber señalado respecto a la Arqueología, la Antropología y, en ocasiones, la Historia. Esta semana visité el remozado Museo Larco, quizá el más bello de Lima, y me reencontré con el fabuloso legado de los mochicas, pueblo de alfareros realistas que, a diferencia del resto de culturas precolombinas, nos ha dado noticias más trasparentes de sus ceremonias rituales y su vida cotidiana.
La arqueología y sus intérpretes contemplan sus hallazgos, la mayoría objetos sepultados o restos funerarios, dejando correr la imaginación. Y todo, en un tris, cobra sentido. En tanto animales pensantes, somos seres maniáticos en dar significado a lo que percibimos. Nada es gratuito, ni tampoco nada es tan sencillo como aparenta ser. Cosmos, la originalísima novela de Witold Gombrowicz sobre la formación de la realidad, nos narra la historia del estudiante Witold, hospedado en una pensión, quien una mañana, hallándose aburrido y echado boca arriba en la cama, descubre una rayita en el techo de su habitación.
Tal rayita es casi imperceptible y, para cualquier hijo de vecino, sería tan solo el mínimo desperfecto de un techo mal tarrajeado. Pero el acucioso estudiante Witold juzga que esta no es casual y, movido por una simple asociación de ideas, considera que se trata de una flecha, una velada señal indicativa. Mira hacia donde apunta la flecha y “descubre” que hay una ventana. Se levanta entonces y mira por la ventana: ve un jardín, sale al jardín y, con ilusión y enorme paciencia, examina las flores y los arbustos del jardín, hasta que “descubre” en la rama de un arbolito algo asombroso: un gorrión, un pajarito pendiendo de un hilo. “Un pajarito ahorcado”, piensa Witold. El hijo de vecino, sin hacerse problemas, habría pensado en la habitual crueldad infantil: un morboso juego de niños, gozando con colgar un pájaro muerto.
No, Wiltod no soltará fácilmente la presa. Su mentalidad, como la del antropólogo, el arqueólogo y demás disciplinas, es de raigambre policial y, atravesando una jungla de equívocos, nuevas asociaciones de ideas y nuevos hallazgos al parecer significativos, construye su pesquisa, su cada vez más frondoso universo de indicios y teorías, con resultados tan sorprendentes como válidos. (Mas adelante, Witold irá descubriendo más señas, más indicios, y, ay, encontrará un gato ahorcado, un hombre ahorcado, etc.)
Rafael Larco Hoyle reunió 45 mil piezas precolombinas, entre ceramios, telas, joyería, escultuas en piedra y armamento de guerra, y su museo, aparte de ofrecer una cuidadosa selección de piezas que nos permite comprender la aparición y las peculiaridades de diversas culturas, exhibe algo inusitado: el depósito del museo, 38 mil ceramios mochicas ordenados temática y cronológicamente. Allí, tal cual los organizó el propio Larco Hoyle, el público accede al registro interno de los mochicas, excepcionales periodistas en barro. Vemos así su vida ritual y su vida cotidiana, sus combates y sus ceremonias, sus huacos retratos (todos diferentes) y sus alimentos (peces, frutos, tubérculos, etc.), sus ¿frecuentes? enfermedades y sus ¿favoritas? poses sexuales (destacan la fellatio y desdeñan el cunnilingus). Pero además, cosa interesante, incluyen retratos de personajes intérpretes: mochicas expertos (y esto es otra hipótesis arqueológica) en descifrar los signos de pallares manchados.
En relación con otras culturas, sabemos mucho de los mochicas, pero probablemente esto sea muy poco. El muchik, o idioma mochica, es una lengua muerta. El último muchikparlante vivió a principios del siglo XX y aceptó grabar parlamentos de su lengua en un disco, pero este, tras ser llevado a Alemania para su estudio, desapareció en un bombardeo. Lo que tenemos, en fin, son restos fabulosos –Sipán, Cao, la Huaca de la Luna, el Museo Larco–, junto a gran cantidad de teorías, inferencias y exégesis. ¿Y qué brindan tales especulaciones? Aciertos y errores, sin duda. Una iconografía, digamos, muestra un croquis con tres escalones y los arqueólogos nos dicen: “Esto simboliza los tres planos de la cosmovisión mochica: el cielo (donde nace el sol y la lluvia, fuentes de vida, y el espacio de los pájaros), la superficie (donde habitan las personas y los animales) y la tierra profunda, vivienda de los muertos (donde germinan los alimentos)”. ¿Y qué tal si, en realidad, representó una simple escalera? También dicen que el cunnilingus carece de valor ritual por la ausencia de semen, otra fuente de vida, o que los pájaros iguanas (hay un maravilloso huaco) revoloteaban encima de los señores-deidades, oficiando de asistentes en sacrificios humanos.
Los mochicas, según se cree, colapsaron como organización política-religiosa entre los siglos VIII y IX por las inundaciones de Súper Fenómenos del Niño, a las que seguían años de sequía, y por lo tanto, respecto a ellos, abunda el misterio y la literatura. Si me encantan las exégesis de la arqueología, es por tales motivos, y más aun cuando irrumpen los plot point, giros de interpretación que cambian las teorías a raíz de un novísimo descubrimiento. En ese trance, agazapada, reaparece la mirada creativa de Gombrowicz.
Como los griegos, como los judíos, los mochicas imaginaron dioses feroces y vengativos. Abrumados por los desastres naturales, que atribuían a cóleras divinas, ofrendaban víctimas, prisioneros de otros señoríos mochicas con quienes se ensañaban, decapitándolos y arrojando sus restos desde lo alto de sus pirámides, tal como figura en huacos o en los frisos de la Huaca de la Luna. Con ello apaciguaron a su antropomorfo dios felino, el decapitador Ai Apaiec.
Como los griegos, como los judíos, los mochicas imaginaron dioses feroces y vengativos. Abrumados por los desastres naturales, que atribuían a cóleras divinas, ofrendaban víctimas, prisioneros de otros señoríos mochicas con quienes se ensañaban, decapitándolos y arrojando sus restos desde lo alto de sus pirámides, tal como figura en huacos o en los frisos de la Huaca de la Luna. Con ello apaciguaron a su antropomorfo dios felino, el decapitador Ai Apaiec.
Las interpretaciones son formas de comprender las expresiones simbólicas. Y quienes leen, o descifran, los refinados ceramios del valle de Moche (que hasta traslucen sentido del humor, a juzgar por sus huacos eróticos humorísticos) parten de la premisa de que la especie humana progresa en tecnología, no en civilización. Vale decir, éramos y seguimos siendo seres primitivos. ¿O acaso el siglo XXI, con sus delirios religiosos y sus bárbaros atentados, resulta menos salvaje que los sanguinarios cultos mochicas?
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