martes, 29 de octubre de 2013

CULTURA CHICHA.

LOS PADRES DEL ARTE CALLEJERO.
Pedro Rojas, "Monky", pionero de los afiches chicha, en su taller. Hizo trabajos para íconos como Chacalón y Los Shapis.

Tres artistas que han sido pioneros en el arte del letrero callejero; el afiche y las banderolas ‘chicha’; y la pintura mural en restaurantes y otros negocios, participan de la muestra ‘Chichadelia’, que se presenta por estos días en La Emolientería. Aquí están, coloridos y urbanos.
Texto: Raúl Mendoza.
Fotografía: Sharon Castellanos, Juan Pablo Azabache.
Rodolfo Ponce, El Caribeño, traza con un pincel, rápido y certero, unas letras sinuosas sobre una tabla de madera. Estamos en su taller de San Juan de Lurigancho y podemos ver varios de sus trabajos: sencillos pero estallando de color. También está aquí, empolvada y en desuso, su carretilla de pintor de letreros. Le hizo un ángel negro en un lado y la palabra ‘Caribe’ en el otro. “Es que a mí desde chiquillo me nace lo tropical”, dice quimboso. A sus 74 años es el personaje con más historia a cuestas en el mundo del arte gráfico callejero.
Hace más de 50 años que inició su carrera de hacedor de carteles en las calles movidazas de La Parada. Nadie le enseñó, sino que aprendió de forma autodidacta, mirando a los artistas de la berma central de la avenida Aviación, cerca de Tacora. Hasta allí llegaban camiones de todo el Perú y también clientes que pedían letreros para sus negocios. Practicando con el pincel descubrió que no se le hacía difícil. Empezó a pintar en serio y no paró hasta ahora.
Algunos de sus trucos los aprendió de un pintor que admiraba. “Le decían El Canteño y yo lo ‘aguaitaba’ desde lejos. Tenía un trazo rápido y preciso. Era veloz”, recuerda sentado en un banco de madera pintarrajeado. A lo largo de los años, Caribeño –que no fue al colegio, pero que aprendió a leer por su cuenta y es un hombre culto y dicharachero– ha pintado miles de frases, adornos, nombres y símbolos en cientos de camiones y buses, además de letreros para negocios: desde tiendas grandes hasta carretillas de menú.
Hoy es un maestro de la letra a mano alzada y un testigo excepcional del desarrollo del arte gráfico popular y chichero de la Lima más populosa. Por ejemplo, sabe que un talentoso pintor callejero a quien le decían “Caracortada” le dio ‘swing’ a las letras que se ponían en los camiones para detallar la altura, el peso y la carga máxima. Las letras eran sinuosas, como si tuvieran una colita. Con el tiempo llegaban los camioneros con sus vehículos nuevecitos y les decían a los pintores: “Hazme un carga máxima”. Así nació ese tipo de letra en La Parada y toda una tipografía que hoy solo se ve en la calle. Algo más: dice que fueron pintores de Puno los primeros en poner felinos, serpientes y águilas en los cauchos traseros de los camiones de carga.
A Caribeño lo encontró pintando un día en la vía pública el investigador social Alfredo Villar, que conversó con él, chequeó su maestría y lo invitó a la exposición “A mí qué chicha”, realizada entre febrero y marzo de este año en el Centro Cultural de España. Allí el pintor hizo un cartel que se puso en la puerta invitando a la gente a entrar, y también un mural donde se decía que la estética chicha es “más que un arte, una lucha”. Ahora Villar lo ha vuelto a invitar a la muestra “Chichadelia” de La Emolientería de Miraflores. Con seguridad su pincel multicolor se va a quedar en la retina de la gente.
Monky, el pionero
A unas cuadras de la casa de Caribeño vive también su amigo Pedro Rojas, Monky, uno de los precursores del afiche ‘chicha’ en la ciudad y miembro de la primera generación de artistas que les pusieron color fosforescente a las paredes tristes de Lima la gris. El consagrado Elliot Túpac, por ejemplo, reconoce en este artista a uno de los maestros del trabajo gráfico chichero. Monky es un tipo tranquilo que a los 21 años trabajaba en el taller de Juan Tenicela –uno de los fundadores de este arte– y hacía afiches para ídolos del género como Chacalón, Shapis, Vicko y su grupo Karicia o Alegría. Incluso fue el autor de los logotipos de Alegría, Pintura Roja y Génesis.
Después Monky tuvo un taller de afiches en el legendario local “Así es mi tierra” de la avenida México, en La Victoria y vio de cerca el poder masivo de la chicha. “Era una fiebre”, dice. Cuando se inició se hacían afiches a solo dos o tres colores. “A mediados de los ochenta aparece la tinta fosforescente y empiezo a trabajar el degradé de colores –llamativos y brillantes– que se usa hasta ahora”, cuenta. Hoy tiene un taller de afiches en San Juan de Lurigancho y sus diseños mantienen siempre un toque que los hace personales.
Pero Monky no solo es uno de los aficheros ‘chicha’ precursores, sino que fue uno de los primeros en hacer lo que se conoce como ‘banderola de escenario’: allí se pintaba el nombre del artista, el lugar, algunos datos, la imagen del artista con pintura fluorescente y un borde con adornos. El trazo era a pincel y demandaba horas de trabajo. Hizo banderolas para artistas de la chicha y también para estrellas folklóricas como Doris Ferrer, Dina Páucar, Sonia Morales y otros más. Actualmente, con la aparición de la gigantografía, las banderolas pintadas han desaparecido. Como se ve, Monky no solo es serigrafista sino también un pintor de trazo talentoso.
“Artistas como Monky son los iniciadores de una tradición. Hoy existen cerca de 50 talleres de aficheros chicha en Lima”, dice Alfredo Villar, quien también convocó al serigrafista a las exposiciones mencionadas antes. Para él, los artistas callejeros tienen códigos y una forma de ver el mundo compartidos, pero destacan al mismo tiempo por su talento individual.  
Valverde, el maestro
En el mismo San Juan de Lurigancho vive también Maximino Valverde, 72 años, el pintor muralista más prolífico de esta ciudad caótica y bullanguera. Mucha gente debe haber visto en alguna cebichería del centro de Lima –como Los Manglares o El Paisa II–, en algún restaurante o en algún hotel, una alegoría marina o un paisaje de postal con su firma de pintor publicitario: Valverde. “Debe ser el pintor de murales más conocido de todos. Tiene trabajos regados por todo la ciudad”, dice Alfredo Villar.
Hace unos días conocimos a Valverde. Es un hombre de maneras atildadas que se vino adolescente desde su Huaraz natal y estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes. No solo pinta murales sino que también realiza cuadros al óleo por encargo. En la exposición “A mi qué chicha” –donde también participó– unos óleos suyos de tema urbano fueron un exitazo: uno mostraba un perro callejero con una bolsa de basura en la boca, y el otro a un borrachito tirado frente a un muro con carteles chicha y a una demente desnuda pasando por allí. (Se basó en fotos existentes). Los cuadros fueron comprados por un periodista y un sociólogo muy conocidos.
Antes de dedicarse al democrático arte de pintar murales para que los vea mucha gente, Valverde enseñó pintura en dos colegios de Lima. Conoce la ciudad como la palma de su mano y también buena parte de los restaurantes de la periferia. Acaba de terminar de hacer cinco paisajes –Mancora y Machu Picchu entre ellos– para un hotel que abrirá sus puertas en noviembre en el cruce de Universitaria y Los Alisos, y está acabando nueve murales para una peña norteña en el Callao. A su edad, Valverde es un ‘bravo’ del pincel urbano.   
“Su pintura de brochazos fuertes, de líneas duras y firmes, de colores encendidos y llenos de matices, resalta como una fantasía, donde arte y realidad, vida y trabajo, borran sus límites y se vuelven una sola experiencia”, ha dicho Villar sobre la obra de Valverde. Él, junto a Caribeño y Monky, es parte de una trilogía precursora del arte nacido en nuestras calles. Esas manifestaciones artísticas empiezan a ser respetadas. Lima se deja atrapar, cada vez más, por el arte más populoso, callejero y chichadélico de la ciudad. 

ENTRE CABALLEROS ANDANTES Y JUGLARES. M.V.LLosa.

Traté apenas en persona a Martín de Riquer –que acaba de morir, poco antes de cumplir cien años–, pero lo leí mucho, sobre todo en mi juventud, cuando, entusiasmado por la lectura del Tirant lo Blanc, me volví devoto de los libros de caballerías. Descubrí la gran novela catalana en la maravillosa edición que hizo de ella Riquer en 1947 y, en 1971, cuando vivía en Barcelona, le propuse hacer una edición de las cartas y carteles de desafío de Joanot Martorell (El combate imaginario), lo que me permitió visitarle. Recuerdo con gratitud esas dos tardes en su casa repleta de libros, su amabilidad, su sabiduría, su prodigiosa memoria y la desenvoltura con que se movía por una Europa de caballeros andantes, ermitaños, trovadores, magos y cruzados, mientras acariciaba su eterna pipa y le brillaban los ojitos de alegría con aquello que contaba. En el otoño de su vida dijo a un periodista que “nunca había trabajado, que no había hecho otra cosa que disfrutar”. No era una pose: su inmensa obra de historiador, de filólogo y de crítico por la que desfilan media docena de literaturas –la catalana, la castellana, la provenzal, la francesa, la portuguesa y la italiana– rezuman amor y entusiasmo contagiosos.
La erudición no es siempre garantía de cultura; a veces es una máscara del vacío o de la mera vanidad. Pero en Martín de Riquer la prodigiosa información que sustenta sus estudios manifiesta su pasión por el conocimiento, no es nunca gratuita, alarde pretencioso; por el contrario, enriquece con detalles y precisiones la gestación y el contexto histórico y social de los textos, su genealogía, sus influencias, lo que es tópico y lo que es invención, la trama profunda que acerca, por ejemplo, las fantasías eróticas de un trovero ambulante y las heladas discusiones teologales en los concilios papales. Se movía por la vasta Edad Media como por su casa y opinaba con la misma versación sobre las novelas de Chrétien de Troyes, La Chanson de Roland, las leyendas artúricas, el Amadís de Gaula, los juglares y el Poema del Cid, que sobre heráldica, las armas, las armaduras, la gastronomía, las reglas del combate singular en los torneos y las distancias siderales que había a menudo entre lo que se creía, se decía, se escribía y se hacía en esa sociedad medieval que él tanto amaba.
Había en Martín de Riquer algo de esos caballeros andantes que se lanzaban a los caminos en pos de aventuras, sobre los que escribió páginas tan hechiceras, aquellos que por ejemplo recorrieron media Europa para responder al desafío del bravucón leonés del Paso Honroso, o los –medio héroes medio bandidos– que acompañaron a Roger de Flor a batirse en Grecia y liberar a Bulgaria de los turcos. Nadie que yo haya leído, ni siquiera el gran Huizinga de El otoño de la Edad Media, me ha hecho vivir tan de cerca y con tanta verdad como los ensayos de Martín de Riquer lo que debió ser la vida en Occidente hace ochocientos o mil años, esa sociedad donde la espiritualidad más refinada y la brutalidad más feroz se confundían y se pasaba del cielo al infierno o viceversa sin darse cuenta: de los salones cortesanos donde se inventaba el amor, a los helados monasterios donde se resucitaba a Platón y Aristóteles y se traducía a Homero, a los bosques plagados de forajidos, de santos, de peregrinos, de locos y leprosos, o a las plazas de las aldeas donde masas de analfabetos escuchaban, alucinados, las venturas y desventuras de las canciones de gestas. Para poder transmitir todo aquello con la elocuencia y el vigor con que lo hizo, Martín de Riquer debió al mismo tiempo vivirlo: dar y recibir los mandobles, ponerse y quitarse las pesadas armaduras, tocar la vihuela y componer endechas, enamorarse de doncellas imposibles como la princesa Carmesina, decapitar y ser decapitado innumerables veces.
Como un homenaje a su memoria, acabo de leer un pequeño librito suyo que no conocía, Cervantes en Barcelona (1989). Es una pura delicia. Comienza y termina con una pequeña descripción de la casa que lleva el número 2 del Paseo Colón de la Ciudad Condal en la que, según una persistente leyenda que Riquer conoció de niño de boca de su madre, habitó el autor de El Quijote en algún momento de su vida. El libro escudriña con lupa la vida de Cervantes y descarta o valida las diferentes tesis sobre su estancia en aquella ciudad, a la vez que describe con minucia todas las alusiones a Barcelona en las novelas cervantinas.
Las páginas más seductoras son aquellas en las que contrasta el famoso bandolero catalán que aparece inmortalizado en El Quijote, Roque Guinart, con el personaje de carne y hueso que le sirvió de modelo. Esta comparación se enriquece con una animada descripción de las bandas de asaltantes que en el siglo XVII hacían de las suyas y volvían peligrosos los alrededores de Barcelona y todas las grandes ciudades españolas. Al final, queda probado que la única estancia posible de Cervantes en la ciudad fue en el verano de 1610 y que, si de veras llegó a habitar el tercer piso de la casa del Paseo Colón, tuvo desde ese balcón una vista inmejorable del Portal del Mar y la playa, el paisaje que describiría en Las dos doncellas,  una de las novelas ejemplares.
El mejor crítico de Martorell fue al mismo tiempo uno de los más eminentes cervantistas; sus ediciones críticas del Tirant lo Blanc y del Quijote son un modelo de rigor y, al mismo tiempo, de una accesibilidad que pone ambas obras maestras al alcance de los lectores comunes y corrientes. También en esto Martín de Riquer fue un ejemplo de intelectual sin fronteras, un ciudadano del mundo,  desprovisto de fanatismo y de complejos, que volcó su amor por la literatura, la historia, la lengua y la cultura sin otro interés que la búsqueda de la verdad, la exaltación de la belleza, la justa valoración de la obra de arte y de las ideas en función de valores universales y no de menudos intereses políticos de circunstancias. En los años setenta, cuando yo vivía en Barcelona, muchos no le habían perdonado que durante la Guerra Civil optara, espantado “por el asesinato de algunos amigos y por cierta afinidad con los ideales religiosos y de orden del otro lado”, según dijo, por los nacionales y combatiera en una formación requeté. Pero, para entonces,  Riquer había abandonado aquellas ideas y optado por una línea democrática. De otro lado, en toda la vasta obra de él que ha llegado a mis manos, no recuerdo haber leído un solo texto de reivindicación del autoritarismo. Y, con motivo de los artículos necrológicos aparecidos en estos días, me ha alegrado saber que, en los violentos días que sucedieron a la Guerra Civil, se movilizó para salvar del fusilamiento a escritores y profesores republicanos.
Es interesante señalar que, al mismo tiempo que investigaba en archivos y bibliotecas preparando trabajos del más estricto nivel académico, Martín de Riquer no desdeñó escribir manuales o dirigir colecciones de clásicos dirigidos al gran público, como la historia universal de la literatura que emprendió con José María Valverde. Había detrás de estos empeños una convicción: la cultura no debía quedar confinada en los recintos universitarios y ser monopolio de clérigos; tenía que salir a la calle y llegar al mundo profano, como llegaban en tiempos remotos las hazañas caballerescas al gran público a través de los cómicos de la legua y los troveros ambulantes. El gran medievalista no era un hombre del pasado; vivía en el presente, y, cuando no estaba sumergido en polvorientos infolios, se distraía leyendo novelas policiales.
La muerte de Martín de Riquer me apena mucho porque personas tan valiosas deberían ser tan longevas como los patriarcas bíblicos; también porque, probablemente, él será uno de los últimos de su especie, quiero decir esa tradición de humanistas de cultura múltiple y de visión universal, a la que pertenecieron Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Octavio Paz y un Jorge Luis Borges. Ya no los habrá porque el conocimiento futuro estará sobre todo almacenado en el éter y cualquiera podrá acceder a él apretando los botones indicados. La memoria, el esfuerzo intelectual, serán prescindibles; o, mejor dicho, patrimonio exclusivo de las pantallas y los ordenadores. Gracias a estos artefactos, todos sabremos todo, lo que equivale a decir: nadie sabrá ya nada.

DIEGO GARCÍA SAYÁN. Entrevista.

“Cipriani se yergue como el gran moralizador, pero no es capaz de abrir un debate sobre la pedofilia”


Diego García Sayán. Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ex ministro de Relaciones Exteriores y de Justicia. Director de la Comisión Andina de Juristas. Abogado, con estudios en Ciencias Políticas en la Universidad de Austin (Texas). Ex baterista de los Hang Ten's.
Texto. Emilio Camacho.
Foto: Omar Lucas.
Nunca fue un frontman, sino un discreto baterista. Cuando Felipe Larraburre cantaba “Till the end of the day” en las presentaciones de la banda Hang Ten's, Diego García Sayán marcaba el ritmo con sus baquetas, siempre a la zaga, casi anónimo. De aquello, de la época en la que tocaba covers de The Kinks, han pasado 47 años. Hoy, el conocido jurista es presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y ha vuelto al debate diario sin quererlo, luego de que revelara que el obispo ayacuchano Gabino Miranda había sido destituido por el Vaticano, por un supuesto caso de pedofilia. Pero el rock no lo ha dejado. Su obsesión ahora son los discos de acetato, reencontrar a los clásicos de The Beatles o de los Rolling Stones que escuchaba de adolescente, para huir de la vorágine limeña.
Estudió en el colegio Santa María Marianistas.
Correcto.
¿Es católico entonces?
Fui formado en un colegio católico, pero tomé distancia frente a la Iglesia Católica de manera bastante prematura. Y con estos curas marianistas quizá no aprendí mucha matemática, mucha química o mucha física, pero sí aprendí algo que en mi vida ha sido más importante que eso: la virtud de la tolerancia, aceptar que alguien piense de una manera distinta y reconocer que esa persona tiene derecho a ejercer ese pensamiento. De manera que cuando yo le dije al hermano que dirigía el colegio que me eximiera de la obligación de ir a misa los días viernes, me escucharon con paciencia y no tuvieron ningún problema. Debo decirle además, que durante toda mi vida he trabajado con sectores de la sociedad civil, he sido abogado de comunidades campesinas, he conocido sacerdotes y monjas, en el Cusco, en Ocongate, en Sicuani, que tenían una entrega a la causa de la justicia admirable. Mi relación con la Iglesia es extraordinariamente constructiva, pero por allí aparecen algunas ovejas negras que ensombrecen el panorama.
Hablemos de eso. Ha escrito recientemente sobre la Iglesia Católica, ¿cuál es su objeto de interés sobre el catolicismo en este momento? ¿Los nuevos vientos en el Vaticano o la actitud del cardenal Cipriani, al que usted llama el “purpurado limeño” y evita nombrar?
No hay nada personal ni ninguna bilis en lo que he escrito, solo la afirmación de lo que significa el respeto a los demás. Nada me hace hervir más la sangre que alguien intolerante, que hace afirmaciones arbitrarias, que descalifica a la comunidad gay como él (Cipriani), con los términos más inaceptables. Esa es la hipocresía de alguien que se yergue como el gran moralizador de la sociedad, pero no es capaz de abrir un debate sobre otros temas, que nacen de la propia realidad, como la pedofilia. Ya le digo, a mí no me inspira ninguna animadversión a la Iglesia.
A la Iglesia no, está claro, ¿a alguna persona entonces?
No, en absoluto, lo que hay es una genuina indignación frente a gestos de intolerancia o la falta de coherencia de una persona que es muy locuaz los sábados, que pontifica contra todos, y que no ha sido capaz de preguntarse qué pasaba con las víctimas de violaciones a los derechos humanos en los años 90.
¿Conoce personalmente al cardenal Cipriani?
Sí, hemos cruzado palabra, tenemos una relación de parentesco. Él me antecedió en el mismo colegio. Lo que pasa es que así como en la sociedad, en los colegios también hay ovejas negras (sonríe).
¿Qué vienen a ser ustedes?
Su madre era prima hermana de mi madre. Pero jamás ha habido una relación de familia...
Se nota, no necesita precisarlo.
Es que para que los primos segundos se conozcan y se frecuenten se necesita de las abuelas, y ellas fallecieron tempranamente.
Entremos al caso del ex obispo Gabino Miranda, ¿qué es lo más preocupante aquí? ¿Que la jerarquía de la Iglesia no informara sobre el tema o que la justicia no pueda actuar en este momento porque no se conoce a la persona que denunció a Miranda (por presunta pedofilia)?
Yo creo que la justicia sí puede actuar, porque la justicia puede promover y buscar la verdad. No se trata de que el fiscal espere sentado a la víctima denunciante porque eso probablemente no ocurrirá jamás. La idea es que se abran los canales para que quien tenga la información pueda alcanzarla, quizá un número 0-800, que nunca será suficiente para acusar a nadie, pero sí para dar pistas. La Fiscalía está en la obligación de tocar todas las puertas. La gravedad está en dos niveles. Primero, que haya un caso que aparentemente la justicia no ha podido investigar y, segundo, que la jerarquía de la Iglesia se haya puesto de perfil frente a ello. La primera declaración que hizo el arzobispo de Lima fue que él no sabía nada, porque estaba en Roma, como si no existiera internet o teléfono. Eso es imposible. Hay una palabra del papa Benedicto XVI sobre la necesidad de enfrentar el drama de la pedofilia, pero la reacción en el Perú es inaceptable y yo creo que le hace un daño tremendo a la Iglesia, abre un proceso de deslegitimación.
¿Usted se considera un actor político o solo un observador de la realidad?
Mire, sería medio ingenuo decir que simplemente soy un observador y algo más que un analista político. He sido un actor político activo, a veces por derivación de circunstancias. Yo acabé de ministro de Justicia como consecuencia del aluvión que vino después de la caída del fujimorismo. Paniagua me ofreció el puesto, le dije: “Valentín, lo que quieras, pero la verdad es que no me entusiasma ser ministro de Justicia, me suena muy aburrido”.
¿Y recién ahora lo confiesa?
(Sonríe). Bueno, acabé teniendo una de las responsabilidades más interesantes y cautivantes de mi vida. No solo por el tema penitenciario, del que aprendí mucho, sino porque me tocó diseñar  e impulsar una lucha anticorrupción que no tenía precedentes en América Latina. En seis meses se recuperaron cien millones de dólares de la corrupción, gracias a una serie de normas. Luego estuve en la Cancillería, y ahora estoy como presidente y juez de la Corte Interamericana, así que sí, acabé siendo un actor político, sin hacer vida partidaria.
De acuerdo, tuvo un peso mayor en la vida política hace unos 13 años. Sin embargo, usted desata muchas iras y fobias actualmente, sobre todo en sectores de la derecha, ¿por qué?
Lo que pasa es que durante el gobierno de Paniagua mordimos carne, muy fuerte, con una serie de cosas. Para empezar deslindamos y dejamos en claro que las investigaciones las hacía la justicia y no el Ministerio de Justicia. Hubo mucha gente que me buscaba pidiendo que la ayudara, y no es que quisiera o no quisiera  ayudar, era simplemente que un ministro no se podía meter. En ese periodo se abrió una caja llena de culebras que poco a poco fueron saliendo, se obtuvo tal cantidad de información que cada semana iban cayendo personas que uno no hubiera pensado que estaban metidas en actos de corrupción. Se dejó sin efecto la ley de autoamnistía que se había dado en el 95, con ello se reabrieron los procesos contra el grupo Colina y esto llevó al proceso penal que concluyó con la sentencia a Alberto Fujimori.
En ese caso, sus enemigos, que los tiene, solo serían fujimoristas, pero para la derecha en general usted personifica al enemigo. No sé, por ejemplo, cuántas veces le habrán preguntado a usted si es caviar.
No lo creo. Tengo muchos amigos de derecha, tengo muy buena relación con diversos sectores empresariales, y soy abogado consultor de algunas empresas. No hay allí ningún tema. Lo que creo es que hay uno que otro actor periodístico, más que un actor político o social relevante, que tiene una obsesión que tendría que explicar a su analista.
¿Usted conoce a Aldo Mariátegui?
Lo he conocido tangencialmente, no he tenido mayor conexión con él y no es un personaje del que me guste hablar. Pero sin duda, por lo que me comentan, él tiene una obsesión particular. Yo jamás leo sus columnas, prefiero ver cosas constructivas.
Bueno, esta semana han coincido en algo. Han firmado un pronunciamiento a favor de la Unión Civil para parejas homosexuales.
Sí, tengo cinco dedos en la mano y los cinco me sobran para contar a quienes considero mis adversarios, y no considero enemigo a nadie. Lo que sí me indigna es la difamación, el atropello que puede cometer alguien utilizando la libertad de expresión para acusar a alguien, infamemente, por ejemplo, de haber liberado terroristas.
Le mencioné el pronunciamiento a favor de la Unión Civil. Con el rechazo que esta propuesta genera, ¿puede funcionar una cosa así en el país?
En este momento el tema de la Unión Civil, o más allá, el del matrimonio entre homosexuales, es parte de la ley y la práctica en diferentes países. Lo que tenemos en el fondo, más allá del proyecto, es una corriente en el mundo que busca enfrentar la discriminación, en todo sentido. Cuando analizas la historia, y ves como se fue dando saltos para superar la discriminación, siempre se hizo frente a una cantidad enorme y a veces mayoritaria de prejuicios. Si el gobierno y la Corte Suprema de los Estados Unidos hubieran esperado a tener una encuesta favorable para temas como el matrimonio interracial, todavía estaríamos esperando su aprobación.
En mayo escribió una columna llamada 'Agoreros del desastre'. En la que describía a un conocido lobbista que había errado al predecir que la economía peruana iba a colapsar en verano. Sin embargo, el nombre del lobbista no aparecía en la columna, ¿a quién se refería?
(Sonríe). Se hizo una caricatura, creación heroica de Carlín, que aludía probablemente a Kuczynski.
¿Probablemente?
Sí, sin duda que estaba pensando en él. Confieso que con Kuczynski hemos sido colegas en el primer gabinete de Toledo y naturalmente es muy difícil coincidir con el ministro de Economía.
¿Y desde esa época ya pensaba que Kuczynski era un lobbista?
Yo no quiero acusar, por eso no puse ningún nombre.
Pero lo dijo con todas sus letras: lobbista.
Sí, pero decía por qué, porque se hacían predicciones y afirmaciones que no tenían ninguna lógica. No soy economista, pero leo mucho de economía, y puedo decir que habían predicciones que no tenían ni pies ni cabeza, y que solo podían obedecer, según muchas versiones, a sectores muy específicos que querían fomentar una devaluación del sol frente al dólar. A mí si me llama la atención una prensa acrítica, en la que una persona puede decir una barbaridad como esa, y por el hecho de que ha sido una autoridad en materia económica  nadie le pregunta qué pasó con su predicción.
¿Es su estilo terminar a las trompadas con sus ex colegas?
No, no. Tengo gran amistad con todos.
Hablando de este tema, ¿qué piensa del tema Toledo? Hay una serie de contradicciones alrededor de la compra de sus propiedades y las de su suegra. Hay gente que le pide que explique todo, pida disculpas y se retire de la política. ¿Coincide con ellos?
Para mí un principio fundamental es la presunción de inocencia. Dicho eso, quiero confesar que este caso me produce mucha tristeza. He creído y quiero seguir creyendo en la honestidad de Alejandro Toledo, y no tengo ningún elemento para concluir que él metió la uña en recursos públicos. Sin embargo, está claro que las explicaciones que se han dado hasta el momento no son consistentes. Si esto no se aclara, pensar en una candidatura estaría fuera de lugar. Yo no dejo de tener una dosis de esperanza en que esto sí se pueda explicar.
¿Hace cuánto tiempo que no habla con Alejandro Toledo?
Ya son unos dos o tres años.
¿Estuvo en Vanguardia Revolucionaria?
Fue en la juventud universitaria. Estábamos convencidos de que se podían hacer cambios sustantivos, revolucionarios, por fuera de las estructuras comunistas clásicas, del Partido Comunista Chino y del Partido Comunista soviético, que construyeron sociedades con partido único, y con el estatismo como regla de organización. En esa búsqueda, entre varios, integramos ese movimiento, del cual salieron todo tipo de corrientes, en un proyecto que ostensiblemente no era viable.
¿Y cuándo concluyó eso? Hasta 1987 usted era un hombre de izquierda, firmó un pronunciamiento a favor de la estatización de la banca promovida por Alan García.
No pues, ser de izquierda no quiere decir necesariamente que uno sea estatista.
Pero hasta el 87 creía en eso. Estaba con García.
Lo del 87 fue un momento muy singular en el que varios cometimos el error de pensar que estatizando la banca se podía tener un sistema financiero más equilibrado, que llegara con crédito a los rincones más distantes del país, y la realidad demostró que eso no era así. Pero para eso yo ya tenía largos años apartado de estas opciones revolucionarias. Además, la estatización de la banca la apoyó todo el Apra, que no es particularmente de izquierda.
¿Cuándo dejó de ser de izquierda?
Me sería muy difícil definirme como antiizquierdista, no me siento así.
No se lo he dicho.
Bueno, pero es la verdad. Yo no he dado el volteretazo de Fernando Rospigliosi.
¿No es un liberal?
No, no me siento liberal. Aunque sí, en el sentido democrático, en el ejercicio pleno de las libertades personales. Pero también creo que en la sociedad, el papel regulador del Estado es indispensable, para la protección del medio ambiente y el control de monopolios. A partir de la experiencia y de la realidad, puedo decir que solo sobre la base de un proyecto capitalista se puede tener una sociedad viable, que genere riqueza.
Después de que concluya su periodo en la Corte Interamericana, ¿postularía a algún cargo público en el Perú?
No tengo mayor interés en la política electoral, la verdad, he sido efímeramente parlamentario, en reemplazo de Gustavo Mohme, y me quedé curado de ello.  
Pero postuló dos veces al Parlamento (en el 85 y el 95), sin mucha fortuna. Antes sí le interesaba llegar al Parlamento.
Esa es otra historia, el cómo se manejó el conteo para ese voto preferencial. Pero preferiría no hablar de eso ahora.

NACIDO PARA SER LIBERAL.Santiago Roncagliolo



Nacido para ser liberal.

Hasta finales del siglo XX, si uno miraba a los presidentes latinoamericanos podía creer que esa región quedaba en el Báltico. La mayoría de mandatarios eran blancos con  corbata de seda y apellido con pedigrí. Cuando aparecía alguno de tez más oscura, solía lucir uniforme militar, uniforme que podía confundirse fácilmente con el del mayordomo de Palacio, solo que con más medallas.
Hoy, en las cumbres presidenciales, la foto de familia es multicolor. Hay cobrizos, aimaras, morenos, incluso el uruguayo Mujica, que es blanco pero intenta disimularlo. Solo uno de los líderes sudamericanos mantiene el estilo de cuna noble y apellidazo: el colombiano Juan Manuel Santos. Si la foto, en vez de una reunión de dirigentes, fuese de una hacienda bananera, Santos sería el patrón (aunque el chileno Piñera podría ser su  compañero del equipo de polo).
Sus enemigos acusan a Santos de ser neoliberal. Es un error. No tiene nada de “neo”. Ha sido liberal desde antes de nacer. Su tío abuelo era presidente liberal. El periódico de su familia era el baluarte liberal. Y su partido de origen no era precisamente el trotskista.
El estilo personal de Santos es el clásico del empresario de éxito. Nada de camisas autóctonas a lo Evo, por supuesto. Y a diferencia de Maduro, Santos no se pondría un chándal con la bandera nacional ni para barrer la casa, en el supuesto de que alguna vez haya tenido que barrer alguna casa. Los líderes de izquierda se lucen frente a masas de movimientos sociales organizados. Lo de Santos es más llevarte a un restaurante caro para cerrar un trato. Según mis fuentes, de hecho, en persona es el más dandy de los presidentes, el que te seduce con anécdotas y bromas. El otro liberal, Piñera, también lo intenta, pero se le escapan chistecitos verdes que arruinan el efecto.
A pesar de su encanto personal, durante mi viaje a Colombia a mediados de septiembre, Santos enfrenta su momento más difícil desde que asumió la presidencia. Como todo el mundo sabe, la gran apuesta de su mandato es un histórico armisticio con la guerrilla más longeva del mundo, las FARC. Pero paradójicamente, mientras más cercana parece la paz, más se agudizan las protestas sociales.
Al presidente Santos le crecen los Evos. Primero se alzaron los agricultores, descontentos ante la quiebra económica de sectores como el cafetalero o el arrocero. Se les sumaron los camioneros, sublevados por el precio del combustible. Luego llegaron los mineros artesanales, que acusan al Estado de abandonarlos para favorecer a las grandes compañías. A continuación, los estudiantes. El cargamontón pilló al gobierno totalmente desprevenido. Santos empezó por negar las protestas, continuó sacando al ejército a la calle, después reformó el gabinete y finalmente decidió pactar. Mientras tanto, la desaprobación del presidente en las encuestas aumentó hasta el 72%. En un mes, su índice de popularidad sufrió una caída de 27 puntos.
Los manifestantes en bloque culpan de sus problemas al libre mercado. ¿Mencioné que Santos era liberal? Durante su gobierno y el de Álvaro Uribe, en el que Santos era ministro estrella, Colombia ha firmado acuerdos de libre comercio con Canadá, Estados Unidos, la Unión Europea y Corea. Mientras estoy en el país se preparan nuevas firmas, con Israel y Panamá. Y para los próximos meses se negocia uno con Japón. Dichos acuerdos, según los sindicatos, impiden a los trabajadores colombianos competir en igualdad de condiciones con los grandes capitales internacionales, que producen a menor precio.
Hace cinco años, con Santos en el Ministerio de Defensa, los dirigentes de esas protestas podrían haber sido acribillados. Muchos líderes sociales, confundidos con guerrilleros, lo fueron. Pero hoy, a seis meses de las próximas elecciones, el presidente Santos ha tenido que negociar con ellos. Para aplacar las protestas, el perfecto liberal abjura de su credo: promete regular precios de insumos agrícolas y le pide al socialismo venezolano que compre productos colombianos. Subvenciones y un viceministro de Desarrollo Rural completan el trato.
¿Parece increíble? Pues hay algo más increíble: tras más de cincuenta años de guerrilla, Colombia es el único país de Sudamérica donde sigue gobernando la misma familia.
Lejos de favorecer a los campesinos, la violencia guerrillera colombiana les impidió reclamar sus derechos. Lejos de derrotar a las élites, las perpetuó. El acuerdo de paz, si se alcanza, abrirá la puerta a la democracia. Y la democracia es precisamente que al perfecto liberal le crezcan los Evos, y no tengan más remedio que ponerse de acuerdo.

CONCEPTO DE POBRE.Teología de la liberación.

Gustavo Gutiérrez y la opción preferencial por el pobre.


El 12 de septiembre último, el papa Francisco recibió a Gustavo Gutiérrez –padre de la Teología de la Liberación– en su residencia de Santa Marta. Concelebraron misa y conversaron. Días atrás, Gutiérrez y Gerhard Müller, hoy prefecto de la Sagrada Doctrina de la Fe, presentaron en Roma el libro que escribieron juntos. Estos eventos marcan el cierre de un tiempo de malos entendidos y confusiones en torno a si la obra del teólogo peruano estaba o no dentro de los márgenes aceptados por la doctrina de la Iglesia Católica. Ya en 2006 se había señalado que había finalizado el proceso de revisión de las obras del autor, señalando su plena convergencia con la tradición católica. Como resultado de este proceso, Gutiérrez publicó el artículo La koinonía eclesial.
Antaño, algunos grupos conservadores intentaron desestimar la Teología de la Liberación, tachándola de “sociologista”, de preocuparse por cuestiones mundanas y no por las exigencias de la salvación. Se le acusaba de buscar la “tierra” en lugar del “cielo”. Esta retorcida objeción no solo distorsiona el carácter y el propósito de la Teología de la Liberación, sino que malinterpreta gravemente el sentido del mensaje y pensamiento cristiano. La ‘palabra sobre Dios’ siempre es palabra humana abierta hacia el Misterio, pero es necesario añadir que ella se formula y pronuncia desde una situación histórica y biográfica precisa, desde un entramado de vivencias, inquietudes y convicciones. La poderosa meditación en torno a la fe y la justicia que aporta la Teología de la Liberación desde el contexto de la exclusión y la violencia sufridas en América Latina a lo largo de su historia ha contribuido a revitalizar la acción profética de la Iglesia en muchos de los países del subcontinente, siguiendo en tal caminar la senda del Concilio Vaticano II, y los documentos eclesiales de Medellín, Puebla y Aparecida.
La pobreza es una forma de injusticia. Como Gutiérrez ha señalado en diversos lugares, pobreza es sinónimo de muerte prematura. Ahora bien, el  pobre no es solamente aquel que carece de recursos para satisfacer sus necesidades económicas básicas; pobre es todo aquel que ve lesionada su dignidad y encuentra recortadas severamente sus libertades y oportunidades de realización por motivos de exclusión o violencia. El pobre, la viuda, el extranjero –para evocar el Evangelio– son las víctimas de esta clase de injusticia. Así pues “pobre” es un concepto que, en el contexto de la Teología de la Liberación, pone de manifiesto una multiplicidad de dimensiones sociales vinculadas al hecho de la injusticia.
Es necesario recordar que la preocupación por la pobreza no es solo un tema importante para la Teología de la Liberación; se trata de una cuestión ética y espiritual que tiene un lugar crucial en la fe cristiana. Resultaría sumamente difícil, si no imposible, hablar del mensaje del Evangelio prescindiendo de la denuncia de la pobreza y la exclusión como expresiones de injusticia inaceptables para el cristiano. Constituye una buena noticia que el papa Francisco llame la atención sobre la necesidad de promover una Iglesia pobre y cercana al mundo de los pobres. La opción preferencial por ellos –que no excluye a nadie– intenta replicar la atención amorosa de Jesús a los débiles y a los seres humanos considerados socialmente insignificantes. El énfasis que plantea el Pontífice expresa la necesidad moral de recuperar la esencia misma del mensaje cristiano: poner en primer lugar la dignidad de las personas –creadas a imagen y semejanza de un Dios compasivo y justo– pues tal hecho constituye una condición fundamental en el proceso de búsqueda del Reino.

sábado, 19 de octubre de 2013

PSICOLOGÍA. Desarrollo Humano.

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