Pedro Rojas, "Monky", pionero de los afiches chicha, en su taller. Hizo trabajos para íconos como Chacalón y Los Shapis.
Tres artistas que han sido pioneros en el arte del letrero callejero; el afiche y las banderolas ‘chicha’; y la pintura mural en restaurantes y otros negocios, participan de la muestra ‘Chichadelia’, que se presenta por estos días en La Emolientería. Aquí están, coloridos y urbanos.
Texto: Raúl Mendoza.
Fotografía: Sharon Castellanos, Juan Pablo Azabache.
Fotografía: Sharon Castellanos, Juan Pablo Azabache.
Rodolfo Ponce, El Caribeño, traza con un pincel, rápido y certero, unas letras sinuosas sobre una tabla de madera. Estamos en su taller de San Juan de Lurigancho y podemos ver varios de sus trabajos: sencillos pero estallando de color. También está aquí, empolvada y en desuso, su carretilla de pintor de letreros. Le hizo un ángel negro en un lado y la palabra ‘Caribe’ en el otro. “Es que a mí desde chiquillo me nace lo tropical”, dice quimboso. A sus 74 años es el personaje con más historia a cuestas en el mundo del arte gráfico callejero.
Hace más de 50 años que inició su carrera de hacedor de carteles en las calles movidazas de La Parada. Nadie le enseñó, sino que aprendió de forma autodidacta, mirando a los artistas de la berma central de la avenida Aviación, cerca de Tacora. Hasta allí llegaban camiones de todo el Perú y también clientes que pedían letreros para sus negocios. Practicando con el pincel descubrió que no se le hacía difícil. Empezó a pintar en serio y no paró hasta ahora.
Algunos de sus trucos los aprendió de un pintor que admiraba. “Le decían El Canteño y yo lo ‘aguaitaba’ desde lejos. Tenía un trazo rápido y preciso. Era veloz”, recuerda sentado en un banco de madera pintarrajeado. A lo largo de los años, Caribeño –que no fue al colegio, pero que aprendió a leer por su cuenta y es un hombre culto y dicharachero– ha pintado miles de frases, adornos, nombres y símbolos en cientos de camiones y buses, además de letreros para negocios: desde tiendas grandes hasta carretillas de menú.
Hoy es un maestro de la letra a mano alzada y un testigo excepcional del desarrollo del arte gráfico popular y chichero de la Lima más populosa. Por ejemplo, sabe que un talentoso pintor callejero a quien le decían “Caracortada” le dio ‘swing’ a las letras que se ponían en los camiones para detallar la altura, el peso y la carga máxima. Las letras eran sinuosas, como si tuvieran una colita. Con el tiempo llegaban los camioneros con sus vehículos nuevecitos y les decían a los pintores: “Hazme un carga máxima”. Así nació ese tipo de letra en La Parada y toda una tipografía que hoy solo se ve en la calle. Algo más: dice que fueron pintores de Puno los primeros en poner felinos, serpientes y águilas en los cauchos traseros de los camiones de carga.
A Caribeño lo encontró pintando un día en la vía pública el investigador social Alfredo Villar, que conversó con él, chequeó su maestría y lo invitó a la exposición “A mí qué chicha”, realizada entre febrero y marzo de este año en el Centro Cultural de España. Allí el pintor hizo un cartel que se puso en la puerta invitando a la gente a entrar, y también un mural donde se decía que la estética chicha es “más que un arte, una lucha”. Ahora Villar lo ha vuelto a invitar a la muestra “Chichadelia” de La Emolientería de Miraflores. Con seguridad su pincel multicolor se va a quedar en la retina de la gente.
Monky, el pionero
A unas cuadras de la casa de Caribeño vive también su amigo Pedro Rojas, Monky, uno de los precursores del afiche ‘chicha’ en la ciudad y miembro de la primera generación de artistas que les pusieron color fosforescente a las paredes tristes de Lima la gris. El consagrado Elliot Túpac, por ejemplo, reconoce en este artista a uno de los maestros del trabajo gráfico chichero. Monky es un tipo tranquilo que a los 21 años trabajaba en el taller de Juan Tenicela –uno de los fundadores de este arte– y hacía afiches para ídolos del género como Chacalón, Shapis, Vicko y su grupo Karicia o Alegría. Incluso fue el autor de los logotipos de Alegría, Pintura Roja y Génesis.
Después Monky tuvo un taller de afiches en el legendario local “Así es mi tierra” de la avenida México, en La Victoria y vio de cerca el poder masivo de la chicha. “Era una fiebre”, dice. Cuando se inició se hacían afiches a solo dos o tres colores. “A mediados de los ochenta aparece la tinta fosforescente y empiezo a trabajar el degradé de colores –llamativos y brillantes– que se usa hasta ahora”, cuenta. Hoy tiene un taller de afiches en San Juan de Lurigancho y sus diseños mantienen siempre un toque que los hace personales.
Pero Monky no solo es uno de los aficheros ‘chicha’ precursores, sino que fue uno de los primeros en hacer lo que se conoce como ‘banderola de escenario’: allí se pintaba el nombre del artista, el lugar, algunos datos, la imagen del artista con pintura fluorescente y un borde con adornos. El trazo era a pincel y demandaba horas de trabajo. Hizo banderolas para artistas de la chicha y también para estrellas folklóricas como Doris Ferrer, Dina Páucar, Sonia Morales y otros más. Actualmente, con la aparición de la gigantografía, las banderolas pintadas han desaparecido. Como se ve, Monky no solo es serigrafista sino también un pintor de trazo talentoso.
“Artistas como Monky son los iniciadores de una tradición. Hoy existen cerca de 50 talleres de aficheros chicha en Lima”, dice Alfredo Villar, quien también convocó al serigrafista a las exposiciones mencionadas antes. Para él, los artistas callejeros tienen códigos y una forma de ver el mundo compartidos, pero destacan al mismo tiempo por su talento individual.
Valverde, el maestro
En el mismo San Juan de Lurigancho vive también Maximino Valverde, 72 años, el pintor muralista más prolífico de esta ciudad caótica y bullanguera. Mucha gente debe haber visto en alguna cebichería del centro de Lima –como Los Manglares o El Paisa II–, en algún restaurante o en algún hotel, una alegoría marina o un paisaje de postal con su firma de pintor publicitario: Valverde. “Debe ser el pintor de murales más conocido de todos. Tiene trabajos regados por todo la ciudad”, dice Alfredo Villar.
Hace unos días conocimos a Valverde. Es un hombre de maneras atildadas que se vino adolescente desde su Huaraz natal y estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes. No solo pinta murales sino que también realiza cuadros al óleo por encargo. En la exposición “A mi qué chicha” –donde también participó– unos óleos suyos de tema urbano fueron un exitazo: uno mostraba un perro callejero con una bolsa de basura en la boca, y el otro a un borrachito tirado frente a un muro con carteles chicha y a una demente desnuda pasando por allí. (Se basó en fotos existentes). Los cuadros fueron comprados por un periodista y un sociólogo muy conocidos.
Antes de dedicarse al democrático arte de pintar murales para que los vea mucha gente, Valverde enseñó pintura en dos colegios de Lima. Conoce la ciudad como la palma de su mano y también buena parte de los restaurantes de la periferia. Acaba de terminar de hacer cinco paisajes –Mancora y Machu Picchu entre ellos– para un hotel que abrirá sus puertas en noviembre en el cruce de Universitaria y Los Alisos, y está acabando nueve murales para una peña norteña en el Callao. A su edad, Valverde es un ‘bravo’ del pincel urbano.
“Su pintura de brochazos fuertes, de líneas duras y firmes, de colores encendidos y llenos de matices, resalta como una fantasía, donde arte y realidad, vida y trabajo, borran sus límites y se vuelven una sola experiencia”, ha dicho Villar sobre la obra de Valverde. Él, junto a Caribeño y Monky, es parte de una trilogía precursora del arte nacido en nuestras calles. Esas manifestaciones artísticas empiezan a ser respetadas. Lima se deja atrapar, cada vez más, por el arte más populoso, callejero y chichadélico de la ciudad.
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