Mario Vargas Llosa
Domingo, 28 de Octubre del 2018
En un artículo muy bien escrito, como suelen ser los suyos,
Antonio Elorza explica el disgusto que le causa la palabra Hispanidad, que
asocia al racismo nazi y al franquismo (EL PAÍS, 17 de octubre, 2018). A mí su
texto me recordó a los indigenistas, que la asociaban sobre todo a los
“horrores de la conquista española”, es decir, a la explotación de los indios
por los encomenderos, a la destrucción de los imperios inca y azteca y al
saqueo de sus riquezas.
Quisiera discutir esos argumentos negativos y reivindicar
esa hermosa palabra que, para mí, más bien se asocia a las buenas cosas que le
han ocurrido a América Latina, un continente que, gracias a la llegada de los
españoles, pasó a formar parte de la cultura occidental, es decir, a ser
heredera de Grecia, Roma, el Renacimiento, el Siglo de Oro y, en resumidas
cuentas, de sus mejores tradiciones: los derechos humanos y la cultura de la
libertad.
La conquista fue horrible, por supuesto, y debe ser
criticada, al mismo tiempo que situada en su momento histórico y comparada con
otras, que no fueron menos feroces, pero que, a diferencia de la que integró
América al Occidente, no dejaron huella positiva alguna en los países
conquistados. Y es preciso también recordar que España fue el único imperio de
su tiempo en permitir en su seno las más feroces críticas de aquella conquista
–recordemos sólo las diatribas del padre Bartolomé de Las Casas– y de
cuestionarse a sí misma sobre ese tema, estimulando un debate teológico sobre
el derecho a imponer su autoridad y su religión sobre los habitantes de
aquellos territorios.
La situación de los indígenas es bochornosa en América
Latina, sin duda, pero, hoy, las críticas deben recaer sobre todo en los
gobiernos independientes, que, en doscientos años de soberanía, no sólo han
sido incapaces de hacer justicia a los descendientes de incas, aztecas y mayas,
sino que han contribuido a empobrecerlos, explotarlos y mantenerlos en una
servidumbre abyecta. Y no olvidemos que las peores matanzas de indígenas se
cometieron, en países como Chile y Argentina, después de la independencia, a
veces por gobernantes tan ilustres como Sarmiento, convencidos de que los
indios eran un verdadero obstáculo para la modernización y prosperidad de
América Latina. Para cualquier latinoamericano, por eso, la crítica a la
conquista de las Indias tiene la obligación moral de ser una autocrítica.
Las civilizaciones prehispánicas alcanzaron altos niveles de
organización y construyeron soberbios monumentos. Desde el punto de vista
social, se dice que los incas eliminaron el hambre de su vasto imperio; que en
él todo el mundo trabajaba y comía. Una formidable hazaña. Pero, no nos
engañemos; pese a todo ello, eran todavía sociedades bárbaras, donde se
practicaban los sacrificios humanos y donde los fuertes y poderosos sometían
brutalmente y esclavizaban a los débiles.
Gracias a la Hispanidad varios cientos de millones de
latinoamericanos podemos entendernos porque nuestro idioma es el español, una
lengua que nos acerca y nos enlaza dentro de una de las muchas comunidades que
constituyen la civilización occidental. Qué terrible hubiera sido que todavía siguiéramos
divididos e incomunicados por miles de dialectos como lo estábamos antes de que
las carabelas de Colón divisaran Guanahaní. Hablar una lengua –haberla
heredado– no es sólo gozar de un instrumento práctico para la comunicación; es,
sobre todo, formar parte de una tradición y unos valores encarnados en figuras
como las de Cervantes, Quevedo, Góngora, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, y
de aportes nuestros tan singulares a ese legado como Sor Juana Inés de la Cruz
y el Inca Garcilaso de la Vega, para nombrar sólo a dos clásicos.
Yo no soy creyente, pero muchos millones de
hispanoamericanos lo son y la religión, o el rechazo de la religión, son dos
maneras de prolongar en América unas formas de ser y de creer que proceden de
Occidente y refuerzan nuestra pertenencia a la civilización que –hechas las
sumas y las restas– ha contribuido más a humanizar la vida de los seres humanos
y a su progreso material y social. También forman parte de la tradición
occidental las satrapías y el fanatismo, y esas siniestras dictaduras como las
de Hitler y de Franco, pero sería mezquino y absurdo considerar que es esa
deriva del Occidente –como el antisemitismo– la que se encarna en la
Hispanidad, un concepto que esencialmente se refiere a la muy rica lengua en la
que nos expresamos más de quinientos millones de personas en el mundo de hoy.
La Hispanidad es un concepto muy ancho, por supuesto, y
aunque sin duda los conquistadores se cobijan en él, y también los
inquisidores, y los dictadorzuelos de toda índole que ensucian nuestra
historia, en él están presentes los mejores pensadores y poetas y luchadores
por las buenas causas –la libertad, la más importante de ellas– que hemos
tenido en España y en América, y los héroes civiles y anónimos que dedicaron su
vida a ideales que siguen siendo actuales y admirables. Sería aberrante creer
que España es sólo Franco; también lo son los millones de demócratas que
sufrieron por serlo persecución, cárcel y fusilamiento, o un exilio de muchos
años.
La Hispanidad en nuestros días es la transición pacífica que
asombró al mundo por la sensatez que mostraron los dirigentes políticos de
todos los partidos y tendencias y la Constitución más admirable de la historia
de España que ha garantizado las instituciones democráticas y el extraordinario
progreso que ha vivido el país en estos cuarenta años de libertad. Soy testigo
de esto que digo. Llegué a Madrid como estudiante en agosto de 1958 y España
era entonces un país subdesarrollado, con una dictadura severísima y una
censura tan estricta que tenía a la sociedad como embotellada en una atmósfera
de sacristía y cuartel, donde había que sintonizar todas las noches la radio
francesa para enterarse de lo que estaba ocurriendo en España y en el resto del
mundo. Viajar en aquellos años por ciertas regiones era encontrarse con pueblos
sin hombres –se habían ido a trabajar a Europa–, de pésimas carreteras y unos
niveles de pobreza que se parecían mucho a los de América Latina. La
transformación de este país en pocas décadas ha sido poco menos que prodigiosa,
un verdadero ejemplo para el mundo de lo que es posible hacer cuando se trabaja
y se vive en libertad y se aprovechan las oportunidades que permite el ser
parte de una Europa en construcción.
En aquellos dos primeros años de mi estancia en Madrid sólo
soñaba con terminar las clases en la Complutense y partir a París. Muy
ingenuamente asociaba Francia con un paraíso de las letras y las artes y los
debates políticos de ese elevado nivel que permitían y estimulaban una alta
cultura y la libertad. Buscando eso mismo, hoy llegan a España muchos jóvenes
de toda América Latina, artistas, escritores, músicos, bailarines, que vienen
aquí buscando aquello que hace unas décadas buscábamos nosotros en París. El 12
de octubre celebra, no los años oscuros y la pesada tradición de censura,
represiones, guerras civiles y oscurantismo, sino que la España de hoy día haya
dejado atrás todo aquello y ojalá que sea para siempre. No hay razón alguna
para avergonzarse de lo que representa la palabra Hispanidad, la que, dicho sea
de paso, ahora rima con libertad.
Madrid, octubre de 2018
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