Trabajo
Infantil
Denis, 12 años, revuelve el carbón desde las 6 de la mañana.
Fotos: Flor Ruíz IMAGENPERU
Sacos de 30 kilos, a 30 soles el saco, terminando de ser
cosidos. Fotos: Flor Ruiz IMAGEN PERU.
Los niños del carbón
En Manantay, Pucallpa, menores de edad trabajan junto a sus
padres en la producción de carbón, en condiciones similares a las de hace más
de un siglo. Las autoridades no combaten esta forma de explotación infantil.
Domingo, 11 de Noviembre del 2018
Hace cuatro años ya había recorrido este distrito y esta
misma carretera donde tragas polvo. Aquella vez, entre indignada y sorprendida,
veía entrar y salir de aserraderos decenas de camiones con inmensos troncos de
árboles y piezas de madera marcados por la ilegalidad. El 80% de la madera que
sale de Ucayali es ilegal. Esta escena, lunes mediodía, a 30 grados y con la
cámara en mano, era un déjà vu, un recuerdo tal cual hace cuatro años ( se
calcula que un promedio de cien camiones al día trasladan piezas de madera a
diversos destinos del país).
Dejamos esta ruta de más de media hora de aserraderos,
llegamos a una entrada de casas angostas de madera. Allí todo el polvo que nos
cegaba se disipó, entramos a una zona cercada por estacas de madera
envejecidas, entre el suelo negro quemado y el olor a hollín. Un niño acelerado
en su andar me clavó la mirada directo a los ojos: pies, piernas, manos
ennegrecidas y todo su cuerpo gris iba y venía entre trozos de madera apiladas.
Él no pasaría de trece años, pero su rostro era tan serio y duro como el de un
adulto al que le han robado el alma. Se alejó con temor a la cámara, cogió una
carretilla y se perdió entre un cerro de carbón que todavía humeaba.
A unos pocos metros, una señora acomodaba trozos de carbón
en costales rojo y blanco, tendría que coser medio centenar de ellos. Sus tres
hijos la rodeaban: un niño que no llegaría a los dos años, cabello amarillo,
color de la desnutrición, igual que el cabello de la hermana adolescente que lo
cargaba. A espalda de ella, con un rastrillo gigante, removía un cerro negro
humeante de carbón, Denis, de once años, pero en apariencia de siete. “Trabajo
desde las seis de la mañana, todos los días. En las noches recién puedo ir al colegio,
gano 90 soles a la semana. Sí, está bien, no me da pena”, dice mientras sigue
removiendo y tragando ese humo negro que se le mete hasta las entrañas. A lo
lejos, una iracunda mujer acelera el paso, nos grita a María Luisa del Río,
periodista, y a mí: “¡Qué, no se dan cuenta de que todo eso está quemando, que
se pueden hundir allí, ya bájense, váyanse!”.
Esto es Manantay, a solo diez minutos de Pucallpa, el
distrito que a nivel nacional es el mayor productor de carbón vegetal como
subproducto de la madera que proviene de los aserraderos. Y esta es la realidad
en solo una de las más de doscientas carbonerías que hay por aquí: la
explotación de niños, las condiciones de trabajo infrahumanas con el carbón,
una de las formas más peligrosas de trabajo por la elevada exposición de humos
tóxicos.
Tienes que seguir fotografiando, moverte a más rutas en los
alrededores, iguales o peores. Miras tus zapatillas rosadas y tu ropa ahora
teñidas de negro, tu tos de segundos es una broma comparada a todos los años
que ellos inhalan esa peste. Te das cuenta de que hace poco más de un mes en
esta misma ciudad conversabas con una docena de niños y niñas que se
recuperaban de años de estar sometidos a la explotación sexual y laboral. La
desoladora escena es como hace más de dos siglos, la revolución industrial que
trajo esclavitud, que se “justifica” ahora, pues desde aquí se necesita proveer
a Lima con el 95% de carbón para comer pollos a la brasa o parrillas.
Los olvidados
La cadena de la producción del carbón en Manantay muestra
que no hay una política de prevención o gestión, de cara a las poblaciones más
vulnerables: en una carbonería hay un promedio de treinta personas que están
expuestas a todo el proceso de combustión del carbón. Por cierto, una “talana”
–un horno artesanal para quemar la madera– permanece un promedio de quince días
continuos emanando humo tóxico. En ese proceso, a los niños se les encarga ir
volteando y moviendo ese humo que sale de los cerros de carbón. Como
consecuencia del combustible usado para la tala, el tránsito de camiones
pesados y del parque automotor, en Manantay el plomo en el aire alcanza los 28
ug/m3 (28 microgramos de plomo por metro cúbico), 14 veces más del límite
permitido. El límite máximo de concentración es de 2ug/m3 (dos microgramos de
plomo por metro cúbico).
De los 80 mil habitantes del distrito, un promedio de 6 mil
personas, entre adultos, adolescentes y niños, trabajan con el carbón (en la
margen izquierda de la quebrada de Manantay, dentro de los aserraderos de la
zona, paralelos o al pie del río Ucayali, y en el eje de la carretera Federico
Basadre). Las enfermedades o Síndrome de Obstrucción Bronquial Aguda (SOBA)
como consecuencia inmediata son asma, bronquitis crónica, rinitis alérgica,
problemas de garganta, sinusitis. A corto plazo, devienen en enfermedades
crónicas como fibrosis o enfisemas, además de la consecuente disminución de las
expectativas de vida. También se ha identificado enfermedades cardiovasculares
y estrés.
Consultados varios de ellos, la gran mayoría no cuenta con
un SIS (Seguro Integral de Salud) y tampoco buscan obtenerlo porque a muchos
les han dicho que no califican. En esta actividad marginal, no hay datos
precisos del promedio de niños en esta situación laboral, que acompañan a sus
padres en la actividad, o saber cifras de cuántos de ellos mismos buscan ser
empleados. Y por si fuera poco, esta actividad y quienes se dedican a ella no
figuran dentro de la agenda de diagnóstico, gestión o atención de las
instituciones de la región, menos a nivel nacional. Tampoco se los menciona
dentro de las acciones del Plan de Trabajo de quienes asumirán la gestión edil
del distrito de Manantay.
La DIRESA (Dirección Regional de Salud) nos hizo saber que
estas familias no son un grupo prioritario por atender y que no hay un plan de
acción con ellos. Tampoco dieron respuesta a otras consultas que hicimos. Los
demás pobladores del distrito los ven como un problema: los denuncian por la
emanación del humo tóxico que llega a sus viviendas contiguas, o son parte de las
noticias locales un promedio de dos veces al año, cuando los desalojan.
Formales o informales, no hay ninguna claridad al respecto, vienen esperando
más de una década una propuesta de reubicarlos en zonas alejadas. Mientras
tanto, muchos de ellos viven a salto de mata, trasladándose, armando y
desarmando sus casas de plástico y caña.
Sin sueños
Al lado del cementerio, allí vive el niño que viene juntando
carbón en una tapa de ventilador usado cual cernidor. Él acelera, pone bloques
pequeños de carbón en un costal, se queda parado mirando al cementerio, se
cansa, toca su espalda, hace un gesto de dolor, se inclina lento, vuelve a
acelerar. “Gano un sol por hora. Si estoy desde la una, terminaré a las ocho”.
Quiere llegar a 9 soles, me dice. Cuando termine, solo el cansancio será su
compañía. De momento, ningún cuaderno o libro acompañará los sueños que tenga
para el futuro.
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