LAS HUELLAS DE MADIBA
Nelson Mandela –llamado ‘Madiba’(*) en su país– está grave y hospitalizado. En medio de ese trance, su legado político crece, mientras su familia se disputa la herencia de sus bienes. Sin duda, el gran líder de la lucha contra el apartheid en Sudáfrica está por encima de esas tempestades en torno a su figura.
(*) Clan de la etnia xhosa, a la que pertenece Mandela.
Texto: Ramiro Escobar La Cruz
Texto: Ramiro Escobar La Cruz
“Está respondiendo mejor al tratamiento esta mañana”, dijo en un comunicado el miércoles 12 de junio el presidente Jacob Zuma, con lo que provocó un respiro de alivio entre la ciudadanía sudafricana y en varios rincones del planeta. La preocupación por la salud del ex mandatario, de 94 años, había flotado como un vaho de angustia desde el sábado 8, cuando fue internado por una infección pulmonar. Episodios similares se han repetido en los últimos meses, lo que mantiene latente la atención mundial.
Una herencia disputada
Mientras Mandela lucha por su vida, sus descendientes se disputan el acceso o posesión de la herencia que está dejando este héroe contemporáneo, la cual, curiosamente, consiste en 27 fondos o compañías, como 27 fueron los años que pasó en prisión.
Como señala el periodista británico John Carlin, él “optó por evitar que su familia ejerciera el control de las empresas patrimoniales”, acaso porque imaginaba lo que podría venir. Hoy esta parece una batalla perdida, a juzgar por las controversias desatadas.
Sus dos hijas mayores, Makaziwe (hija de su primer matrimonio con Evelyn Tnoko Mase, ya fallecida) y Zenani (hija de la más conocida, Winnie Maikizela, de quien se divorció), son las que han entrado al ruedo. Y el personaje al que quieren apartar es George Bizos, un hombre de 84 años, de origen griego, gran amigo de Mandela desde hace décadas.
Bizos es el abogado que defendió al líder anti-apartheid en el ‘Juicio de Rivonia’, que tuvo lugar entre noviembre de 1963 y junio de 1964, y en el cual fueron procesados 10 integrantes del Congreso Nacional Africano (CNA), el partido anti-apartheid. Para ellos se pidió la pena de muerte, que al final logró ser cambiada por cadena perpetua. De allí la cercanía entre ambos, que devino en la confianza depositada para que manejara la herencia empresarial que derivaría de la imagen de Mandela. Uno de los bienes en disputa es, precisamente, una máquina que reproduce láminas en las que aparece la huella de la mano del gran luchador y que, como precisa Carlin, también reproduce su firma.
Es decir, una suerte de joya gráfica que hizo que los cuadros en los que aparecía dicha huella costaran hasta 10.000 euros. Solo esa empresa aportaría varios millones en ganancias, aun cuando no está en funcionamiento hace una década, por decisión del propio líder. Uno de los objetivos, en medio de la disputa, es hacer que funcione de nuevo.
Otros rastros
El conflicto luce aún más complicado si se tiene en cuenta que Mandela tiene 3 hijas (la otra es Zinzi, también hija de Winnie), 17 nietos y 14 bisnietos. Recientemente apareció otra presunta hija, llamada Onicca Nyembezi Mothoa, de 66 años, quien según el diario español ABC “no quiere el dinero, solo el apellido”.
También está Winnie, la segunda esposa del ex presidente. Estuvo casada con ella por 38 años y lo acompañó en sus duros años de prisión, primero en la isla Robben, frente a Ciudad del Cabo, y luego en la cárcel de Pollsmor, ubicada en esta urbe. Aunque hoy tiene un juicio muy serio, por un asesinato nada menos, es una figura de peso.
Pero la imagen de Mandela puede otorgar ventajas políticas. Según Lidia Polgreen, de The New York Times, la Alianza Democrática –el principal partido opositor del CNA, el partido de gobierno– hace poco imprimió una foto de Helen Suzman, una de las fundadoras del frente, al lado del legendario político negro.
Se trataba de rebajar los miedos de la mayoría negra sudafricana (aproximadamente el 80% del país) respecto de este grupo, al que se le acusa de querer instaurar nuevamente el apartheid. En rigor, la acusación era injusta, pues Suzman, de origen judío-lituano y ya fallecida, siempre fue una activista contra el infame sistema de segregación.
Como fuere, la figura del líder legendario tiene un peso universal, que incluso ha llegado a los reality show. En febrero de este año, dos hijas de Zenani, Zaziwe y Sawati, protagonizaron en Estados Unidos el programa ‘Being Mandela’ (‘Siendo Mandela’), en el que cuentan su vida y en el que se incluye visitas a la isla Robben.
Ambas son, por añadidura, mujeres fashion, manejan una marca de ropa denominada ‘Long walk to freedom’ (‘El largo camino hacia la libertad’, nombre de la autobiografía de Mandela).
Tukwini, por su parte, la otra nieta, hija de Makaziwe, ha creado una marca de vinos con el nombre de su ilustre abuelo. La leyenda produce una riqueza múltiple para sus herederos.
Lo esencial
En todo este laberinto, la figura de Graça Machel, la tercera esposa de Mandela, que actualmente lo acompaña al lado de su lecho, ha mantenido un discreto sigilo. La viuda del ex presidente de Mozambique, Zamora Machel, parece significar, dentro de estas turbulencias, un asomo al legado esencial del gran líder sudafricano.
Mandela, no hay que olvidarlo, es un hombre monumental, casi un Gandhi que llegó al siglo XXI. Tal como afirma el politólogo Steve Levitsky, “podría ser visto como el padre de la democracia africana”. Pudo haber apelado a la venganza, pero optó por la reconciliación; fácilmente habría creado el culto a su personalidad, pero quiso la modestia.
Por si fuera poco, no quiso perpetuarse en el poder, como tantos caudillos africanos (o latinoamericanos), que se atornillan en las presidencias. Apenas gobernó de 1994 a 1999 y luego dejó, sin desesperarse, que eligieran a otros líderes del CNA, como fueron Thabo Mbeki, Kgalema Mothlante y el actual mandatario Zuma.
De acuerdo con Richard Stengel, quien ayudó a Mandela a escribir su autobiografía, es alguien que sabe liderar “desde el frente”, que es capaz de “dar la cara”, pero que también “lidera desde atrás”, para hacer que la gente actúe. Es un convencido, dice, de que se da lo mejor “a través de la desinteresada acción con los demás”.
Esa peculiar forma de liderazgo, tan inusual en este mundo pero conectada con su tradición africana, deja una dispendiosa herencia política, por supuesto bastante más importante que las pedestres luchas por sus empresas. Es un estilo que, aparte de ser sumamente ético, le deparó a Mandela notables resultados en la escena mundial.
Fue él, por ejemplo, uno de los grandes referentes en la lucha contra el sida, que asolaba a su país y al África. Gracias a su decisión, logró hacer que la lucha contra esta enfermedad ganara terreno en Sudáfrica y en todo el continente negro, para dar paso a una mayor presencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
La onda generosa de su figura incluso llegó al Perú, pues la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de su país (TRC, por su siglas inglés) inspiró algunas de las rutas seguidas por la CVR peruana. La presidió el arzobispo anglicano Desmond Tutu, otro líder de la lucha contra el apartheid, y su informe fue lo más justo y ecuánime posible.
Siempre presente
¿Qué será de nuestra especie cuando Mandela ya no esté? Stengel sostiene que quizás sea “el último héroe puro que queda en el mundo”. No porque sea perfecto –en un momento apostó por la lucha armada del CNA, entre otros humanos desvaríos– sino porque su legado es complejo, enorme, generoso al fin.
En estos momentos, lo delicado de su salud llama al respeto, al acompañamiento al gran hombre y al pueblo sudafricano en el trance. Y a recordar su llamado a que “la libertad reine”. Por encima de la pequeñez política, la ambición desmedida y el desprecio social, algo por lo que él lucho con todas sus fuerzas, su imaginación y sus canas.
FUENTE: http://www.larepublica.pe/16-06-2013/las-huellas-de-madiba
En este link encontrarás frases, pensamientos de Mandela en inglés, traducidas al castellano. Un hermoso doodle.
https://www.google.com.pe/webhp?tab=ww&ei=hPTIU4voN-XRsQTcyoHwAg&ved=0CBMQ1S4
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Elogio de Nelson Mandela. Mario Vargas Llosa.
Nelson Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos, agoniza en un hospital de Pretoria y es probable que cuando se publique este artículo ya haya fallecido, pocas semanas antes de cumplir 95 años y reverenciado en el mundo entero. Por una vez podremos estar seguros de que todos los elogios que lluevan sobre su tumba serán justos, pues el estadista sudafricano transformó la historia de su país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia, destreza, honestidad y valentía, que en el campo de la política a veces los milagros son posibles.
Todo aquello se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una conciencia, en la desolada prisión de Robben Island, donde Mandela llegó en 1964 a cumplir una pena de trabajos forzados a perpetuidad. Las condiciones en que el régimen del apartheid tenía a sus prisioneros políticos en aquella isla rodeada de remolinos y tiburones, frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una celda tan minúscula que parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de paja, un potaje de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de visitas cada seis meses y el derecho de recibir y escribir solo dos cartas por año, en las que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En ese aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve años de los veintisiete que pasó Mandela en Robben Island.
En vez de suicidarse o enloquecerse, como muchos compañeros de prisión, en esos nueve años Mandela meditó, revisó sus propias ideas e ideales, hizo una autocrítica radical de sus convicciones y alcanzó aquella serenidad y sabiduría que a partir de entonces guiarían todas sus iniciativas políticas. Aunque nunca había compartido las tesis de los resistentes que proponían una “África para los africanos” y querían echar al mar a todos los blancos de la Unión Sudafricana, en su partido, el African National Congress, Mandela, al igual que Sisulu y Tambo, los dirigentes más moderados, estaba convencido de que el régimen racista y totalitario solo sería derrotado mediante acciones armadas, sabotajes y otras formas de violencia, y para ello formó un grupo de comandos activistas llamado Umkhonto we Sizwe, que enviaba a adiestrarse a jóvenes militantes a Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental.
Debió de tomarle mucho tiempo –meses, años– convencerse de que toda esa concepción de la lucha contra la opresión y el racismo en África del Sur era errónea e ineficaz y que había que renunciar a la violencia y optar por métodos pacíficos, es decir, buscar una negociación con los dirigentes de la minoría blanca –un 12% del país que explotaba y discriminaba de manera inicua al 88% restante–, a la que había que persuadir de que permaneciera en el país porque la convivencia entre las dos comunidades era posible y necesaria, cuando Sudáfrica fuera una democracia gobernada por la mayoría negra.
En aquella época, fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, pensar semejante cosa era un juego mental desprovisto de toda realidad. La brutalidad irracional con que se reprimía a la mayoría negra y los esporádicos actos de terror con que los resistentes respondían a la violencia del Estado habían creado un clima de rencor y odio que presagiaba para el país, tarde o temprano, un desenlace cataclísmico. La libertad solo podría significar la desaparición o el exilio para la minoría blanca, en especial los afrikaans, los verdaderos dueños del poder. Maravilla pensar que Mandela, perfectamente consciente de las vertiginosas dificultades que encontraría en el camino que se había trazado, lo emprendiera, y, más todavía, que perseverara en él sin sucumbir a la desmoralización un solo momento, y veinte años más tarde consiguiera aquel sueño imposible: una transición pacífica del apartheid a la libertad, y que el grueso de la comunidad blanca permaneciera en un país junto a los millones de negros y mulatos sudafricanos que, persuadidos por su ejemplo y sus razones, habían olvidado los agravios y crímenes del pasado y perdonado.
Habría que ir a la Biblia, a aquellas historias ejemplares del catecismo que nos contaban de niños, para tratar de entender el poder de convicción, la paciencia, la voluntad de acero y el heroísmo de que debió hacer gala Nelson Mandela todos aquellos años para ir convenciendo, primero a sus propios compañeros de Robben Island, luego a sus correligionarios del Congreso Nacional Africano y, por último, a los propios gobernantes y a la minoría blanca, de que no era imposible que la razón reemplazara al miedo y al prejuicio, que una transición sin violencia era algo realizable y que ella sentaría las bases de una convivencia humana que reemplazaría al sistema cruel y discriminatorio que por siglos había padecido Sudáfrica. Yo creo que Nelson Mandela es todavía más digno de reconocimiento por este trabajo lentísimo, hercúleo, interminable, que fue contagiando poco a poco sus ideas y convicciones al conjunto de sus compatriotas, que por los extraordinarios servicios que prestaría después, desde el gobierno, a sus conciudadanos y a la cultura democrática.
Hay que recordar que quien se echó sobre los hombros esta soberbia empresa era un prisionero político, que, hasta 1973, en que se atenuaron las condiciones de carcelería en Robben Island, vivía poco menos que confinado en una minúscula celda y con apenas unos pocos minutos al día para cambiar palabras con los otros presos, casi privado de toda comunicación con el mundo exterior. Y, sin embargo, su tenacidad y su paciencia hicieron posible lo imposible. Mientras, desde la prisión ya menos inflexible de los años setenta, estudiaba y se recibía de abogado, sus ideas fueron rompiendo poco a poco las muy legítimas prevenciones que existían entre los negros y mulatos sudafricanos y siendo aceptadas sus tesis de que la lucha pacífica en pos de una negociación sería más eficaz y más pronta para alcanzar la liberación.
Pero fue todavía mucho más difícil convencer de todo aquello a la minoría que detentaba el poder y se creía con el derecho divino a ejercerlo con exclusividad y para siempre. Estos eran los supuestos de la filosofía del apartheid que había sido proclamada por su progenitor intelectual, el sociólogo Hendrik Verwoerd, en la Universidad de Stellenbosch, en 1948, y adoptada de modo casi unánime por los blancos en las elecciones de ese mismo año. ¿Cómo convencerlos de que estaban equivocados, que debían renunciar no solo a semejantes ideas sino también al poder y resignarse a vivir en una sociedad gobernada por la mayoría negra?
El esfuerzo duró muchos años pero, al final, como la gota persistente que horada la piedra, Mandela fue abriendo puertas en esa ciudadela de desconfianza y temor, y el mundo entero descubrió un día, estupefacto, que el líder del Congreso Nacional Africano salía a ratos de su prisión para ir a tomar civilizadamente el té de las cinco con quienes serían los dos últimos mandatarios del apartheid: Botha y De Klerk.
Cuando Mandela subió al poder su popularidad en Sudáfrica era indescriptible, y tan grande en la comunidad negra como en la blanca. (Yo recuerdo haber visto, en enero de 1998, en la Universidad de Stellenbosch, la cuna del apartheid, una pared llena de fotos de alumnos y profesores recibiendo la visita de Mandela con entusiasmo delirante). Ese tipo de devoción popular mitológica suele marear a sus beneficiarios y volverlos –Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro– demagogos y tiranos. Pero a Mandela no lo ensoberbeció; siguió siendo el hombre sencillo, austero y honesto de antaño, y ante la sorpresa de todo el mundo se negó a permanecer en el poder, como sus compatriotas le pedían. Se retiró y fue a pasar sus últimos años en la aldea indígena de donde era oriunda su familia.
Mandela es el mejor ejemplo que tenemos –uno de los muy escasos en nuestros días– de que la política no es solo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron.
Madrid, junio de 2013
"Amamos a Mandela, Arte Inspirado por Madiba" es una nueva exposición de obras de arte que tienen como tema central al ex presidente sudafricano Nelson Mandela. La muestra se inaugura este jueves en Londres antes de emprender una gira internacional. En esta pieza por Dean Simon, una recreación de la Última Cena de Cristo, Mandela se encuentra sentado junto a líderes mundiales como Gandhi y Martin Luther King
Las imágenes van desde obras abstractas, como la de Susan Woolf (izq.), hasta retratos pintados en una variedad de superficies (der.). En el segundo caso, el artista nacido en Soweto Velaphi Mzimba utiliza una puerta de madera para su trabajo
Esta otra pieza de Dean Simon es un ejemplo de sus obras de arte hiperrealistas, que dibuja a mano en grafito.
La exhibición gratuita incluye una reproducción del aclamado retrato fotogr'afico de Mandela (izq.) realizado por del artista británico Richard Stone. La pintura de la derecha es obra de Rankadi Daniel Mosako. La curadora de la muestra, Natalie Knight, comenta: "Algunos de estos artistas resultaron muy perjudicados durante la época del apartheid y sólo fueron capaces de encontrar la plenitud de su talento después de la liberación de Mandela y el nacimiento de la Sudáfrica democrática en 1994".
Zapiro es uno de los principales dibujantes de Sudáfrica, cuyo trabajo ha aparecido en periódicos locales y de Reino Unido, como The Guardian y The Sunday Times.
La muestra cuenta con el patrocinio de la firma de inversiones Nedbank Private Wealth y tiene lugar en la Casa de Sudáfrica, en la Plaza de Trafalgar, en pleno centro de Londres, del 3 al 16 de octubre. Más información en: www.welovemandela.com.
Estrenan en Sudáfrica película sobre Nelson Mandela
Hace 3 h 57 min
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