domingo, 21 de abril de 2013

MEMORIAS DE UN SOLDADO


El soldado desconocido                         Domingo, 16 de diciembre de 2012. Mario Vargas Llosa

Lurgio Gavilán Sánchez ha tenido una vida que parece sacada de una novela de aventuras. La cuenta en una autobiografía que acaba de publicar: Memorias de un soldado desconocido (IEP, 2012).  Nacido en una aldea indígena de la sierra peruana, a los doce años se enroló, emulando a su hermano mayor, en un destacamento revolucionario de Sendero Luminoso y durante cerca de tres años fue un activo participante en la sangrienta utopía maoísta de Abimael Guzmán, la “cuarta espada del marxismo”, que quería materializar en los Andes, mediante el terror, el paraíso comunista.
Antes de cumplir 15 años, su destacamento fue emboscado por el Ejército.  Normalmente, hubiera sido ejecutado, como exigían los ronderos (campesinos que lucharon contra Sendero) que participaron en su captura. Pero el teniente de la patrulla militar –nunca conoció su nombre, solo su apodo, “Shogún”– se compadeció del chiquillo, le perdonó la vida y le embutió un uniforme de soldado. También lo mandó a la escuela, donde Lurgio aprendió a leer. Durante siete años sirvió en el Ejército, siempre en la región de Ayacucho, combatiendo a sus antiguos camaradas y participando a veces en operaciones tan crueles como las que perpetraba la Compañía 90 de Sendero Luminoso a la que perteneció.  Llegó a ser sargento primero y, cuando estaba por ascender a suboficial, pidió su baja.
Gracias a una monja, había descubierto en él una vocación religiosa.  Consiguió ser aceptado como aspirante en la orden franciscana y durante algunos años fue novicio, primero en Lima y luego en el convento colonial de Ocopa, en el departamento andino de Junín. Los años que estuvo de novicio franciscano parece haberlos vivido intensamente, entregado al estudio y a la meditación, al ejercicio de la catequesis en aldeas campesinas y visitando centros misioneros de la sierra oriental y la Amazonia.
Pero, luego de algunos años, colgó los hábitos para estudiar antropología, disciplina a la que se dedica desde entonces.
El libro en que Lurgio Gavilán Sánchez cuenta su historia es conmovedor, un documento humano que se lee en estado de trance por la experiencia terrible que comunica, por su evidente sinceridad y limpieza moral, su falta de pretensión y de pose, por la sencillez y frescura con que está escrito. No hay en él ni rastro de las enrevesadas teorías y la mala prosa que afean a menudo los libros de los “científicos sociales” que tratan sobre el terrorismo y la violencia social, sino una historia en la que lo vivido y lo contado se integran hasta capturar totalmente la credibilidad y la simpatía del lector.
Limitándose a contar lo que vivió e intercalando a veces en el relato breves evocaciones del paisaje andino, la desaparición de los compañeros, la muerte de su hermano, el miedo cerval que a veces sobrecogía a todo el grupo, y la ferocidad de algunos hechos –la ejecución del centinela que se quedaba dormido, por ejemplo, y el asesinato de los reales o supuestos soplones–, Lurgio Gavilán instala al lector en el corazón de la locura ideológica y la crueldad vertiginosa que vivió el Perú, en los años ochenta, sobre todo en la región de los Andes centrales, por la guerra que desató Sendero Luminoso. Lo que comienza como un sueño igualitario de justicia social se convierte pronto en un aquelarre de disparates sectarios y brutalidades ilimitadas. A diario hay sesiones de adoctrinamiento en las que los guerrilleros leen –en voz alta para los que no saben leer– folletos de Stalin, Lenin, Marx y Abimael Guzmán y cantan marchas revolucionarias. Al principio, los campesinos ayudan y alimentan a los guerrilleros, pero, luego, estos imponen esta ayuda por la fuerza, y, a la vez, ejecutan matanzas colectivas contra las comunidades rebeldes a la revolución, que apoyan a los ronderos. Al mismo tiempo, ahorcan o fusilan a sus propios compañeros sospechosos de ser “soplones”. Todos viven en la inseguridad y el temor de caer en desgracia, por debilidad humana –robar comida, por ejemplo– pues el castigo es casi siempre la muerte.
El salvajismo no es menor entre los soldados que combaten a los terroristas. Los derechos humanos no existen para las fuerzas del orden ni se respetan las más elementales leyes de la guerra.  Los prisioneros son ejecutados casi de inmediato, salvo si se trata de mujeres, pues a estas, antes de matarlas, las llevan al cuartel para que cocinen, laven la ropa y sean violadas cada noche por la tropa.
Si la autobiografía de Gavilán Sánchez no estuviera escrita con la austeridad y el pudor con que lo está, las atrocidades de las que fue testigo y tal vez cómplice no serían creíbles. Lo son, porque ha sido capaz de referir aquella  historia con una naturalidad y sencillez que sobornan al lector y desarman sus prevenciones. Es extraordinario que quien vivió, desde niño, semejantes horrores no se insensibilizara y perdiera toda noción de rectitud, compasión o solidaridad con el prójimo.
Todo lo contrario. El libro delata en todas sus páginas un espíritu sensible, que ni siquiera en los momentos de máxima exaltación política pierde la racionalidad, deja de cuestionar lo que está haciendo y se abandona a la pasión destructiva. Siempre hay en él un sentimiento íntimo de rechazo al sufrimiento de los otros, a los asesinatos, a las represalias, a las ejecuciones y torturas, y, por momentos, lo colma un sentimiento de tristeza que parece anularlo. Ese afán de redención que lo colma se transmite al paisaje, repercute en las grandes moles de los nevados andinos, estremece los bosquecillos de los valles donde cantan las calandrias.
Esos paréntesis que de tanto en tanto se abren en el relato para describir el entorno, las plantas, los árboles, los cerros, los ríos, arrojan una brisa refrescante en medio de tanto dolor y miseria y son como una delicada poesía en medio del apocalipsis.
Es un milagro que Lurgio Gavilán Sánchez sobreviviera a esta azarosa aventura. Pero acaso sea todavía más notable que, después de haber experimentado el horror por tantos años, haya salido de él sin sombra de amargura, limpio de corazón, y haya podido dar un testimonio tan persuasivo y tan lúcido de un periodo que despierta aún grandes pasiones en el Perú. El suyo es un libro que deberían leer todos esos jóvenes que todavía creen que la verdadera justicia está en la punta de un fusil. Memorias de un soldado desconocido muestra, mejor que cualquier tratado histórico o ensayo sociológico, lo fácil que es caer en una espiral de violencia vertiginosa a partir de una visión dogmática y simplista de la sociedad y las supuestas leyes históricas que regularían su funcionamiento. La esquemática convicción de Abimael Guzmán de que el campesinado andino podía reproducir la “gran marcha” de Mao Tse Tung, incendiar la pradera, arrasar a la burguesía, el capitalismo y convertir al Perú en un país igualitario y colectivista produjo decenas de miles de muertos, miles de miles de torturados y desaparecidos, familias y aldeas destruidas, aumentó la desesperación y la pobreza de los más pobres y desamparados y permitió que se entronizara en el país por diez años una de las más corruptas dictaduras de nuestra historia. Parecía que esta tragedia había abierto los ojos de los peruanos y los había vacunado contra semejante locura. Sin embargo, precisamente ahora, cuando gracias a la democracia y a la libertad el Perú vive un periodo de desarrollo económico sin precedentes en su historia, Sendero Luminoso comienza a reaparecer,  emboscado detrás de supuestas asociaciones que piden abrir las cárceles a los autores de los atentados terroristas de los años ochenta. El momento no puede ser más propicio para la aparición de un libro como el de Lurgio Gavilán Sánchez.
http://www.larepublica.pe/columnistas/piedra-de-toque/el-soldado-desconocido-16-12-2012

La extraordinaria historia de Lurgio Gavilán

Siendo apenas un niño de doce años, en enero de 1983, Lurgio Gavilán se enroló en las filas de Sendero Luminoso. Dos años después fue capturado por el Ejército. El teniente decidió no ejecutarlo, como acostumbraban hacer con los prisioneros, sino incorporarlo en sus filas, como también sucedía con algunos senderistas apresados. Luego de una década de militar, Gavilán entró como novicio a la orden franciscana. Finalmente, abandonó los hábitos, estudió antropología y se radicó en México. (“Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia”, IEP, 2012).
Como dice Carlos Iván Degregori en el prólogo, “después de pasar por las tres ‘instituciones totales’ más connotadas de la historia del Perú, Lurgio es un hombre libre”. (13).
La vida y la muerte en Sendero
La familia de Lurgio es de la sierra de Ayacucho pero buscando una mejor vida se asentó en la ceja de selva, a orillas del río Apurímac, en el Vrae.
Al inicio de la insurrección senderista, en 1980, su hermano Raúl se incorporó a las filas del terrorismo. En el auge de la expansión de SL,  principios de 1983, Lurgio, que tenía doce años, decidió seguir sus pasos y también se sumó a la guerrilla: “no quedaba otra opción que subirse al arca de SL o unirse a la agrupación de rondas campesinas”. (58).
El relato de Gavilán sobre sus años en Sendero es revelador. Los pasó en distintos pelotones de la fuerza local y la fuerza principal, recorriendo punas y valles. Les leían libros de Marx y Mao, pero “yo y otros niños ni entendíamos lo que leían”. (66). Todos tenían una vaga aspiración por la “justicia social” y creían que el asalto al poder estaba a la vuelta de la esquina: en 1985 tomarían Ayacucho según había pronosticado el presidente Gonzalo, Abimael Guzmán.
Muy pronto participó en su primer asesinato. Una madrugada rodearon la casa de un campesino, lo sacaron y lo golpearon brutalmente. El mando les dijo que era un soplón, un yanauma. Luego lo remataron de un escopetazo.
Sendero se insertó en las ancestrales disputas entre comunidades, usando a unas contra otras. Más tarde, el Ejército aprendió e hizo lo mismo pero con un poder muchísimo mayor.
Una típica acción en la que participó Gavilán fue una contra los comuneros de Yawarmayu que “se habían rebelado contra nosotros, estaban con los militares”. Movilizaron a unos 300 campesinos de otras comunidades rivales y arrasaron Yawarmayu. Los ronderos solo tenían piedras y armas blancas para defenderse. Los masacraron, “los muertos estaban tendidos por todas partes”. Luego saquearon la aldea y la quemaron. “No solamente fue una vez, sino muchas veces” que hicieron eso. (75).
En marzo de 1985 el pelotón de Gavilán cayó en una emboscada del Ejército. A él lo capturaron. Los ronderos que acompañaban a los militares exigían que lo maten, pero el teniente que comandaba la patrulla se compadeció y le perdonó la vida. Lo llevó al cuartel de San Miguel lo vistió con uniforme militar después y lo matriculó en la escuela. Cuando ya lo habían cambiado de colocación, un año después, el teniente le envió un regalo de Navidad con dulces.
 Lurgio se quedó en el Ejército, enganchado y reenganchado diez años.
En el Ejército
Pocas veces hay la ocasión de leer un relato de primera mano de uno de los protagonistas de esta historia. El de Gavilán es extraordinario por eso.
Cuenta, por ejemplo, que en la base de San Miguel había 4 muchachas senderistas prisioneras, de entre 17 y 20 años. A una la había tomado el jefe de la base. Las otras tres cocinaban y hacían tareas domésticas en el día. En la noche la tropa las violaba.
Cuando se anunció que llegarían los inspectores, decidieron acabar con los prisioneros. Violaron a las muchachas por última vez, las llevaron a un descampado y las mataron a tiros. (114).
Gavilán también relata cómo asesinaban prisioneros y simulaban un enfrentamiento. Una patrulla llamó a la base y comunicó que estaban siendo emboscados por Sendero. El Ejército avisó a las autoridades judiciales y fueron al lugar de los hechos. Unos veinte senderistas que Gavilán había visto detenidos en la base estaban desparramados, con escopetas y bombas en las manos. Todo fue un “simulacro planeado para eliminar a los de SL, en otras oportunidades ya habían ocurrido casos similares”. (115).
 Cuando abandonó el Ejército, decidió hacerse sacerdote. Fue a buscar al obispo de Ayacucho, Juan Luis Cipriani: “No me dio la mano, solo me dijo siéntate ahí, cuéntame tu vida”. Cuando Lurgio le dijo que había estado en el Ejército, “se puso serio y en posición de acusador. ‘¿Al cuartel vienen las prostitutas?’. ‘Sí’, le contesté”. Cipriani lo mandó a rezar a su pueblo. (132). Por otro camino se incorporó a los franciscanos.
El libro se presenta el martes en el IEP.
FUENTE: http://www.larepublica.pe/columnistas/controversias/la-extraordinaria-historia-de-lurgio-gavilan-09-12-2012



La voz del soldado desconocido

Martin Tanaka

Trabajo en el Instituto de Estudios Peruanos, así que me he impuesto reseñar solo excepcionalmente alguna de las muchas y muy buenas publicaciones de nuestro sello editorial. Esta es una de esas ocasiones, dada la importancia del libro Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia, de Lurgio Gavilán, con prólogo de Carlos Iván Degregori y con la colaboración de Yerko Castro (Lima, IEP - Universidad Iberoamericana, 2012).
En el libro el autor, de 39 años, cuenta parte de su alucinante biografía: es prácticamente un niño campesino analfabeto que se integra al senderismo, ascendió de militante miembro de la “fuerza principal” a “camarada”, casi muere en un enfrentamiento con el ejército, un teniente lo salva y lo integra al ejército. De adulto se convierte en instructor militar y participa en acciones contrasubversivas. Luego se vuelve aspirante, novicio y misionero para convertirse en sacerdote franciscano. No termina ese camino, luego estudia y se gradúa de antropólogo de la Universidad San Cristóbal de Huamanga. En la actualidad es estudiante de doctorado en la Universidad Iberoamericana en México, becado por la Fundación Ford.
Si bien podría decirse que nada de lo que el autor relata no ha sido analizado ya en alguna parte de los nueve volúmenes del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el gran mérito del libro es que aborda esa temática en primera persona, dando cuenta de la cotidianidad tanto de la vida senderista como de la vida del ejército en misiones contrasubversivas. Así, resulta estremecedora en la descripción de Gavilán entrever la humanidad de quienes perpetran crímenes espantosos. El autor es testigo y partícipe de acciones senderistas de gran crueldad que tienen como víctimas a miembros del ejército, de comunidades campesinas, y del propio senderismo (los mandos senderistas asesinan a adolescentes que se quedan dormidos haciendo guardias nocturnas, por ejemplo).
Observa también cómo en medio del conflicto comuneros y comunidades se enfrentan y se matan entre sí. En el ejército observa asesinatos de detenidos, la detención de mujeres luego forzadas a prostituirse y luego asesinadas. En medio de esto, está la vida cotidiana de seres humanos con miedos, sueños, rencores, de personas que en el fondo no decidieron estar allí, en un mundo sin ley ni derechos, donde la vida prácticamente no vale nada, donde cayeron por no tener mejores oportunidades.
El relato de Gavilán sugiere que la militancia senderista en el campo fue una opción que buscaba alguna forma de integración, que responde a una búsqueda de sentido (que se politiza por una prédica que proviene de la escuela pública, que difunde una narrativa histórica de pura opresión, primero de españoles, luego de chilenos, al final de todos los gobiernos). De allí que para el autor no haya sido tan extraño el pasaje del senderismo al ejército y a la iglesia.
 FUENTE: http://www.larepublica.pe/columnistas/virtu-e-fortuna/la-voz-del-soldado-desconocido-11-11-2012

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