José Olaya
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Nací dos años después de una de las rebeliones
trascendentales que sucedió en nuestra patria, en nuestro país, en nuestro
Perú. Como a él, en mis venas recorre
sangre indígena… chola.
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Él fue un cacique y yo un humilde pero orgulloso
pescador. Él usó las armas
desplazándose por la sierra cusqueña ante los invasores españoles por una
patria que no vio. Yo usé mis brazos para
nadar por el gélido mar logrando contactar a los patriotas que se encontraban
entre Callao y Lima.
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Ambos tuvimos ascendencia belicosa, rebelde ante
los invasores españoles. Por tus venas
recorre la sangre de Túpac Amaru I, por mis venas recorre la sangre de José
Apolinario Olaya, mi padre.
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Él fue traicionado por uno de los suyos, su
lugarteniente y compadre Francisco de Santa Cruz que se vendió por mil pesos y
un título de la nobleza y cuando fue capturado no delató a nadie. De la misma forma fui delatado pero no por
uno de los míos sino por un patriota traidor; seguro, temeroso del alto sacrificio que demanda nuestra patria en
ciernes hasta sacrificar nuestra propia vida.
Y si mil vidas tuviera, mil vidas daría a mi patria.
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Fuimos condenados a muerte, previo
suplicio. La muerte de tu señora esposa
y la de tus hijos no te quebraron, ni tu propio dolor ocasionado por los cuatro
caballos no pudieron mellar tu valía.
Asimismo, ni los 2000 palazos, ni cuando me arrancaron las uñas, ni
cuando fui colgado de los pulgares menoscabó mis ideales patrios. Hasta me quisieron sobornar, ilusos. ¿Qué creen? ¿Creen que por ser pobre, del
pueblo voy a aceptar el soborno? ¡¡¡Jamás!!!
¿Creen que por traer a mi madre iba a sensibilizarme y traicionar a mi
patria? ¡¡¡Jamás!!! Mi madre estuvo
orgullosa de tener un esposo patriota y preferiría mil veces a un hijo patriota
muerto a ver a su hijo vivo pero maculado por la traición. No me doblegaron, ni a mí, ni a ti, ni a
Micaela Bastidas, ni a María Parado de Bellido, ni a tantos otros hijos del
pueblo que prefirieron la muerte antes de delatar a algún camarada.
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Tu muerte sucedió en la otrora capital del
Tahuantinsuyo. Un verdugo terminó tus
días al cortarte tu cabeza y demás partes de tu cuerpo. La mía ocurrió en la capital
del virreinato y de la naciente república del Perú, terminando mis días ante un
pelotón de fusilamiento.
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Tu último deseo pudo haber sido una patria nueva
en un mundo nuevo. Mi deseo fue llevar
la escarapela, por siempre, en mi pecho y en mi corazón. Así fue.
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