El Perú no es el único lugar del mundo donde se exterminan delfines. Se hace lo mismo en Japón, Dinamarca y en otros países. Se ataca así a una especie que, según la ciencia, tiene una inteligencia notable y una conexión peculiar y ancestral con el ser humano.
Texto: Ramiro Escobar La Cruz
No siempre somos tan malos con ellos. El 11 de enero de este año, en una playa de Kona, al noroeste de la ‘Isla Grande’ de Hawái (la más grande de todas), el instructor de buzos Keller Laros se dio cuenta de que un delfín venía hacia él y el grupo con el que estaba. Pronto, se dio cuenta de que el animal llevaba una línea de pescar con un anzuelo enganchado en una aleta.
Estaba pidiendo ayuda. En los siguientes 8 minutos, se dejó manipular para que le saquen el anzuelo, e incluso volvió donde los humanos tras salir a la superficie para respirar (los delfines requieren hacerlo cada cierto tiempo). El cetáceo se mostró amigable, dócil y se fue cuando los buceadores lograron sacarle al menos una parte del adminículo que lo dañaba.
Ese otro amigo del hombre…
Episodios como estos han sido reportados no desde que existen la televisión o el internet, sino desde hace siglos, por humanos de diversas latitudes. En la mitología de distintas culturas, la figura de estos mamíferos marinos aparece con fuerza. Los griegos, por ejemplo, los tenían por animales sagrados, al punto que los dioses condenaban la agresión contra ellos.
Incluso, Odiseo (Ulises), uno de los mayores héroes de la Grecia antigua, llevaba en su escudo un delfín, debido a que Telémaco, su hijo, fue salvado de morir ahogado por una de esas criaturas. La propia palabra ‘delfín’ está asociada al legendario Oráculo de Delfos, el lugar donde se rendía culto al dios Apolo, que alguna vez se habría convertido en un delfín.
En nuestra Amazonía, se cree que el delfín rosado (Iania geoffrensis) es capaz de convertirse en hombre, para seducir a las mujeres, o en una mujer que hunde a los viajeros en las profundidades del agua. Para los mapuches de Chile, el cahuelche es un animal mítico, muy inteligente, que habitaría en el mar, y que es como un ‘delfín negro’ (Cephalorhynchus eutropia).
El vínculo con los delfines es tan antiguo que una vez Jacques Costeau, el notable oceanógrafo francés, dijo que probablemente los hombres del siglo XX estábamos descubriendo hoy, en los delfines, “un secreto que para nuestros antepasados no era tal”. A lo largo de los siglos, este animal noble ha dado ingentes muestras de una cercanía tierna y espectacular.
‘Pelorus Jack’, por citar otro caso, fue un famoso delfín que vivió en los mares de Nueva Zelanda entre los años 1888 y 1912, y que era conocido por los viajeros de barco de esa época, a quienes saludaba y hasta supuestamente advertía de los peligros. Más recientemente, la cantidad de historias de náufragos, tablistas o buzos salvados por delfines es abundante.
Una de ellas es la del ‘balserito’ cubano Elián González, quien fue el único sobreviviente de un barco lleno de cubanos hundido en el Caribe en 1999. Cuando se aferraba a una cámara de auto en el mar agitado, un grupo de delfines lo habría protegido, hasta que lo encontraron unos pescadores. La historia la contó su tío abuelo, llamado, curiosamente, Delfín González…
Enemigos íntimos
Pero así como este animal ha sido objeto de elogios y sagas heroicas, también ha sido y es blanco de ataques, masivos y mortales, por parte de una de sus mayores amenazas: el hombre. La matanza denunciada por la ONG Mundo Azul en nuestro país, que afecta al parecer a una de las cerca de 35 especies de delfines (Lagenorhynchus oscuros), no es la única.
Uno de los lugares que, hace años, está en la mira de los ambientalistas mundiales, y las autoridades, es Taiji, un puerto ubicado al sureste de Japón, donde anualmente se cazan cientos de delfines ‘cabeza de melón’ (Peponocephala electra). Anualmente, se capturan un promedio de 2 mil ejemplares de esta especie, de una manera que ante el mundo luce despiadada.
Los pescadores rodean a los delfines, los acercan a la costa, los hacen varar y allí comienzan a dar cuenta de ellos con arpones o machetes, lo que produce el tenebroso espectáculo de una caza profusa, que llena los botes de delfines y el mar de sangre. Los habitantes del puerto se defienden diciendo que es parte de su sustento, pero las condenas vienen todos los años.
Lo peor de todo es que, desde 1970, más de un estudio arroja la presencia de mercurio –un metal pesado dañino para la salud humana– en estos delfines, por lo que el consumo de su carne es riesgoso. Como explica Stefan Austermuhle de Mundo Azul, el hecho de que este animal esté en el tope de la cadena alimenticia hace que “acumule alta cantidad de estas sustancias”.
En las islas Feroe, ubicadas en el Atlántico Norte, que constituyen un país autónomo dentro de Dinamarca, también se produce todos los años un ataque antrópico (humano) contra otra especie de delfines. En este caso, se trata de los calderones o ballenas piloto (Globicephala melo), que son ultimados en masa, justo cuando va a comenzar la primavera en esa región.
La matanza se lleva anualmente no menos de 1.000 de estos cetáceos, con el fin, según los feroeses, de utilizar su carne, su aceite, su piel. La tradición lleva más de 1.200 años y es muy difícil de erradicar, aun cuando también acá se presume de la presencia de mercurio en la carne. Como las islas no forman parte de la Unión Europea, la regulación es impracticable.
Delfines y delfines
De acuerdo a Yuri Hooker, biólogo de la Universidad Cayetano Heredia, existen 9 hotspots (‘puntos calientes’) de diversidad de cetáceos a nivel mundial, de los que 8 están en aguas templadas y solo uno en aguas tropicales. De allí, el peligro de la matanza de delfines en nuestras costas, pero también la amenaza global sobre la mágica especie.
Contrariamente a lo que se suele creer, además, la presencia de delfines en acuarios, hoteles u otros espectáculos no es un expediente feliz para estos seres vivos. La especie más usada en estos escenarios es el ‘delfín nariz de botella’ (Tursiops truncatus), considerado uno de los más inteligentes, y que dio vida a Flipper, el archiconocido cetáceo televisivo de los 70.
Eran varios Flipper, en realidad, acaso para decepción de quienes lo adoraban en esa época y hasta en tiempos recientes. Es más: Ric O’Barry, el guardián de estos delfines cautivos, años más tarde se convirtió en defensor de la especie, al comprobar que el personaje contribuyó a estimular la caza con fines comerciales. Ahora lucha contra las matanzas en Taiji.
La mayoría de delfines, pero especialmente el ‘nariz de botella’ como apunta Austermuhle, son increíblemente inteligentes. Tienen un cerebro bastante grande en relación con su cuerpo, de más de 1.200 gramos de peso (el del hombre pesa unos 1.000 gramos).
Pueden rodear a un compañero moribundo, reconocerse por sonidos (como si se llamaran por su nombre) y, lo más sorprendente, hasta heredar a sus descendientes una rudimentaria forma de ‘cultura’. El año pasado, científicos de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) descubrieron que esta especie aprendió a proteger su nariz, cuando caza, con una esponja.
La innovación, dada a conocer por la BBC de Londres, estableció que la práctica surgió hace unos 180 años y fue reproducida por las sucesivas generaciones. Con todo, la ‘inteligencia’ de los delfines no alcanzaría para otras situaciones, como zafarse fácilmente de las redes de pesca, por lo que los chimpancés seguirían compitiendo en este torneo de neuronas.
El amor y la libertad
El punto más alto del vínculo humano-delfín lo puso en escena Malcolm Brenner, un norteamericano de Florida que confesó haber tenido, en 1970 y por 9 meses, una ‘novia’ delfín. Contó su romance con detalles en el 2010, en su novela Wet Goddess (‘Diosa mojada’), un libro que causó simpatías ciudadanas y no pocos rechazos científicos.
Porque ni la delfino-terapia ni los acuarios parecen la mejor manera de relacionarnos con esta especie, a la que deberíamos querer no en cautividad, para nuestros gustos, sino en libertad.
Para que nade por los mares, con su generosidad de siempre, salvándonos de naufragios y otras penas, a pesar de que, a veces, nosotros le devolvamos el favor con una crueldad sin nombre.
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