martes, 11 de agosto de 2015

QUECHUA e HIMNO NACIONAL.Sylvia Falcón.



Sylvia Falcón: el Ande en la voz.

Ha cantado en el Qorikancha y en las alturas de Sacsayhuamán. Fue vocalista de un grupo etéreo-dark, y en el Cusco la reclaman como suya. Pero Sylvia Falcón, la soprano que nos sacudió el alma con su interpretación del Himno Nacional en quechua, es de todos. Sí, aunque recién nos hayamos dado cuenta.
Cada vez que Sylvia Falcón (31) se siente mal revisa los comentarios del videoclip de Paras, sencillo de su segundo disco Inkario, una danza ritual que invoca a la lluvia, grabada hace dos años en el Cusco. "Princesa inca", "Reina de los Andes" y "Ñusta resucitada" son parte de esa energía para el ánimo. Desde el 14 de julio, hace casi dos semanas, cuando subió en su cuenta de YouTube el Himno Nacional en Runa Simi, el efecto sanador se ha multiplicado al infinito: “Se hizo realidad la profecía; espíritu del viento; somos benditos por tenerte”. También existen testimonios, como el de Lorena Torres, una señora que despertó aplausos en la coaster en la que viajaba, al reproducir el video en su celular.  Manifestaciones diversas de un mismo grito. Orgulloso. Encendido.
El video no es una súper producción. Es austero más bien. Y es precisamente esa austeridad la que emociona. La magia no pasa por las diferentes locaciones ni el vertiginoso ritmo de cientos de imágenes por segundo, sino por una voz tan magistral (secundada por Pepe Céspedes en el piano) que nos recuerda, con una bofetada dulce y sonora, aquel idioma ancestral, vivo en cuatro millones de peruanos, que no terminamos de aceptar. Una voz que la nostalgia compara con Yma Sumac, la única peruana con una estrella en el Paseo de la Fama en Hollywood, la soprano que cantaba como el trino de un ave, el elogio que más sonroja a Sylvia.
Se lo han dicho muchas veces en el Cusco, donde se presenta alrededor de diez veces al año. En Arequipa, Trujillo y Chiclayo también. En Lima su figura ha estado ausente en los grandes escenarios. Hasta hoy. 

Hechura de la serranía

Sylvia ha llegado hace un rato a su casa en Lince, un edificio de cuatro pisos, al lado de una pizzería. Estuvo toda la mañana en el Centro de Lima, en una entrevista. Así son sus días ahora, agitados, entre un medio y otro, y cuidándose de no responder lo mismo. Leyendo saludos y conociendo gente. “A las siete debo estar en Miraflores. Dos personas me quieren conocer”, me cuenta y advierte. 
Antes de conversar, convencemos a su familia para tomarles unas fotos. A Cynthia, su hermana mayor que está haciendo las veces de jefe de prensa, porque el suyo voló a Houston; a su tío Vicente, y a Demetrio (69) y Felícitas (66), sus padres, dos quechuahablantes, dedicados a los negocios de comida, que se asentaron en Lima hace más de 50 años.  
Demetrio es de Sequello, un valle, encajonado entre dos cerros, a la orilla del río Wanka Wanka, y donde se cultiva maíz, cebada y oca, en Ayacucho. Felícitas es de San Isidro de Huirpacancha, una meseta a 3,700 metros, donde parece que se puede tocar el cielo, y los pobladores beben agua de manantial, en Huancavelica. Sylvia nació en Lima pero es hechura de ambos pueblitos. 
La sala donde nos encontramos lo refleja, en cierta medida. Telas andinas sobre la mesa, vasijas de barro en la repisa, cancha serrana para invitados hambrientos, y música, en discos y cassettes. Huaynos, yaravíes, huaylías y mulizas que la sujetaron a sus raíces. Apoyada en la esquina del mueble está una Tinya, un pequeño tambor de cuero que Sylvia lleva a todos lados para acompañar el Killa Lluqsimun (Cuando sale la luna), canto campesino que en muchas zonas se utiliza para el conteo de ganado, y con el que bautizó a su primer disco en el 2007.
Antes de ese disco, cuando Sylvia estudiaba Antropología en San Marcos, Demetrio y Felícitas estaban muy preocupados por la más inquieta de sus niñas, a quien por cierto llaman Patty, por su segundo nombre. Era vocalista de Brumalia, una banda de etéreo-dark que solía presentarse en los antros subterráneos del Centro de Lima. “Los chicos estaban idos y ni la miraban. Rezaba mucho por mi hija. Rogaba para que se quitara del arte y se dedicara a su carrera”, dice su madre, una mujer alegre de ojos chiquitos. “Íbamos a verla pero el ambiente no nos gustaba –susurra Demetrio por el oído sensible de Sylvia–. Puro rockero pelucón zarrapastroso. Una vez me amargué y les dije: ¿por qué no se buscan a otra cantante y la dejan tranquila?”. Ella solo se vestía de negro, y cantaba con las tripas, como ahora. Pero no lo sabían.
Hoy la apoyan, contentos.Ambos la ayudan con la traducción de las canciones. Felícitas, además, colabora con el vestuario. De hecho, armó la lliklla o chal, a partir de una falda con bordados de Pomabamba (Áncash), con la que aparece en el video del himno. Demetrio es un padre arrepentido al que no le cabe tanta satisfacción. ¿Qué le pareció el video?, le pregunto. Se queda en silencio. Fija su mirada en algún rincón del techo, y se quiebra. Sin quejido alguno. Solo la emoción recorre su rostro. Solo el amor vulnera el orgullo. “Pensé ya…creo que va a cambiar mi hija. Ahora por el Internet se van a enterar de todo lo que ha estado haciendo hace años”, alcanza a decirme.

Debut en el Gran Teatro

Un spa no es un lugar muy indicado para conversar con una mujer: el estado de relajación es tal que lo demás sobra. Sobre todo para un hombre que solo conoce un tipo de laceado y se debate en la impaciencia. Por eso en el taxi y, luego en el Gran Teatro Nacional, en San Borja, la conversación fluirá por puchitos.  
Uno de los admiradores que quería conocer a Sylvia resultó ser Alberto ‘Chicho’ Durant, reconocido cineasta, con el que cenó en casa de un amigo en común, en Miraflores. El otro se disculpó, pero ya separó cita para la semana siguiente. Muchos desean alabar en persona a la soprano de coloratura que protege su voz con jarabes de kión, ajo, eucalipto y yerba buena. La misma que huye de los audífonos y no tiene una sola canción en su celular, porque prefiere acompañarse con un libro –como Los adioses de Manuel Scorza– para sobrellevar a esta ciudad escandalosa. La misma voz que despidió, con los pulmones vibrando, a sus dos abuelos maternos.  A Pedro Rojas, el papá de Felícitas, en Chincha, el mismo día  que ella cumplía 25 años. “Para mí fue un privilegio. Se comunican conmigo”, asegura. Como le ocurre con Daniel Kirwayo, su maestro musical, fallecido en enero de 2012. 
Hasta hace un par de años, Sylvia se mantenía atada a una ley autoimpuesta: no relacionarse sentimentalmente con ningún músico, gente sensible y "peligrosa". Decía que a otras sopranos de talla internacional como Yma Sumac y Wara Wara se le frustraron varios proyectos. Los divorcios conyugales se trasladaron a las uniones musicales. Ahora piensa distinto y, pese a no revelar nombres, una risa desbordante la delata.
En el Gran Teatro Nacional, Kika Ricci y Pili Rega, sus vecinas linceñas, que la conocen desde niña, se fijan en cada detalle a la hora de las fotos. Pili (uruguaya) encargada del vestuario, se le acerca cada tanto, obsesiva, para estirar cualquier arruga en su prenda, y acomodar cabellos sueltos. Kika ve por las joyas, y le ha traído una nariguera moche bañada en bronce. 
En el escenario, los músicos montan los instrumentos para el último concierto de Tania Libertad, una celebridad de la música peruana. El 5 de noviembre será su turno, su debut, en un show, donde seguramente nos complacerá con el himno. Sonqoy Kusikuni (mi corazón está contento), me dice Sylvia. Y le creo totalmente.
FUENTE: http://larepublica.pe/impresa/ocio-y-cultura/17923-sylvia-falcon-el-ande-en-la-voz


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